Hemos llegado al punto en que un señor diciendo obviedades con un fondo de cuentacuentos resulta un escándalo. El señor en este caso es el rey Felipe VI, vestido para la ocasión no como un rey de mandorla ni de baraja sino sólo como un azafato de la democracia, pero puede ser cualquiera que empiece a recordar la Constitución o los rudimentos del Estado de derecho. Felipe VI, un poco de madera, un poco pianola y un poco teletienda de relojes, dijo lo de siempre, pero eso ahora es herejía. Algunos lo consideraron poco político y otros demasiado, cuando en realidad fue un discurso prepolítico, sobre las condiciones previas y necesarias para la política y la democracia. O sea, más o menos como todos los años, que su discurso es como el anuncio de turrón de la democracia. Pero debe de ser que la democracia, el rey y el turrón son todos ultraderechistas, o eso dicen los que están montando un nuevo sistema sin normas, sólo un comercio salvaje y sin límite para partidos y tribus.

Felipe VI, con abeto pagano y nacimiento discreto y como de una sola pieza, más pisapapeles que misterio teológico o histórico; Felipe VI, con libros de mesilla de parador y banderas de España y Europa como sus calcetines para dulces y deseos, no gustó a los que no gusta nunca, por supuesto, y eso que el discurso no lo escribe él con pluma de faisán y rúbrica de billete o encomienda, sino que lo supervisa Moncloa y es un poco un pasteleo de compromiso y de ambigüedad. De este pasteleo y turroneo yo destaco dos cosas. Una, que los socios de Sánchez no protestan por republicanos, rojos, plurinacionales o indepes, sino por antidemócratas: todavía no entienden que uno puede no estar de acuerdo con la Constitución o las leyes, pero debe cumplirlas. Y dos, que el sanchismo sigue siendo tan sinuosamente cínico que puede aprobar este discurso, e incluso incluirse en él, en las obviedades y magnificencias constitucionales, y hasta en el abeto, como angelitos campanilleros, aunque sea el máximo responsable del deterioro o ya insolente desmantelamiento del Estado de derecho.

A mí me preocupa más Sánchez, trabajando desde la ambigüedad o la doblez, porque a sus socios ya los conocemos, ya los vemos venir de lejos como una procesión de almas en pena o de profetas de los harapos o los riscos. Después de que el rey, como un abuelo con pipa, nos contara su cuento de Navidad, que es repetitivo pero pedagógico, salieron los socios con las teas, como siempre, que ellos son más iconoclastas que republicanos (salvo los que son carlistas) y lo que quieren es que arda la borbonería como el Grinch quería que ardiera el abeto de la plaza. A mí esto de que salga un republicano enfadado porque el rey no ha dicho lo que un republicano cree que debe decir un rey me parece, la verdad, delirante. A Marta Lois, de Sumar, se la veía especialmente decepcionada con su rey, cosa que no deja de tener gracia.

Ahora es Yolanda como una Evita de dulce de leche y antes fueron otros, pero siguen igual, asumiendo la democracia “verdadera” como una especie de tamizado purificador del pueblo

A Marta Lois le parecía que lo que Felipe VI llamaba “polarización” sólo era “la extrema derecha contra la democracia”, cuando su izquierda lleva más de un siglo sin saber qué hacer con la democracia, entre revoluciones de las moscas y revoluciones de la sangre. Si hay algo que descubre al antidemócrata es precisamente no aceptar lo metaideológico, o sea el marco común, previo a las ideologías, que es de lo que hablaba el rey mientras parecía que tejía un jersey de renos. Las ideologías, como las religiones, sólo son opiniones, aunque algunos las consideren verdades sagradas e inmutables. Eso, que sean opiniones, no dogma ni moral, y que respeten la ley, es lo que distingue a la democracia. No se trata de la derecha contra la democracia, ni de la izquierda contra la democracia, salvo que, efectivamente, se empeñen en negar la democracia, como hace esta izquierda cada vez que la menciona. Ahora es Yolanda como una Evita de dulce de leche y antes fueron otros, pero siguen igual, asumiendo la democracia “verdadera” como una especie de tamizado purificador del pueblo, un pueblo del que, después de quitar derechones, ricachones, colaboracionistas, guardias civiles y señores jueces, sólo quedan ellos, con no más legitimidad que un ejército o una secta.

Quería Lois que el rey hablara de “derechos sociales” o “plurinacionalidad”, pero eso es política. Política es lo que no debe hacer el rey, que es un azafato explicando dónde están las puertas y los salvavidas de nuestra democracia, o un cuentacuentos en mecedora con la Constitución en las rodillas y gafas de Rosa León. Política es lo que no debe hacer un rey salvo, extrañamente, ese extraordinario rey de los republicanos. Al rey se le exige que hable de política y a la vez se le acusa de hacerle el discurso a la ultraderecha, como ha dicho Pere Aragonès. ¿En qué quedamos? Pues ellos quedan en lo que quedan todos los totalitarismos: sólo hay una política, sólo hay un discurso, y el discurso metaideológico (el que habla de lo que está antes o por encima de las ideologías, el que posibilita el pluralismo, la libertad, la democracia,) ya es herético, subversivo, un escándalo porque niega, precisamente, que sólo haya un discurso.

A los socios de Sánchez ya los conocemos, los demócratas totalitarios y los republicanos sin lo público, los fanáticos con revolución de moscas o sopa de sangre, o al revés, los nacionalistas que no buscaron nunca las mayorías porque siempre fueron la totalidad, y hasta este Puigdemont, hombre del año inesperado, como un Carlos III de Inglaterra que salió del panteón para reinar igual que sobrevivir o sobrevivir igual que reinar. Los conocemos, no nos sorprenden, y sabemos que no van contra el rey sino contra el Estado y no van contra la ultraderecha sino contra la democracia, incompatible con sus melancolías, fanatismos y exigencias. A mí me preocupa más Sánchez, que sigue tocando la pandereta y comiéndose el turrón mientras comercia con las tribus que andan quemando el árbol por su espumillón, al Niño Jesús por el pie y a los reyes por su barba, barba que ya no es la de unos reyes mágicos sino la del abuelo de Heidi.