Sánchez por lo visto también tiene un efecto reina Letizia o efecto Diana de Gales, eso de que la gente les copia el sombrerito, el guante, la alpargata, el trajecito, el outfit que se dice ahora. O incluso les copia o les quisiera copiar el pómulo, el omóplato, la canilla, la arboladura de reina picassiana, de princesa mustia o de presidente de music hall. Son cosas del plebeyo, sea plebeyo monárquico o socialista, que con esas cosas se cree o se sueña un poco princesa de calabaza, o reina madrastra, o, en este caso, presidente tan ajeno al frío como a la verdad, a la gobernanza y a la moral. Sánchez estaba en Davos, que es como el St. Moritz del dinero y el negocio (está al lado de St. Moritz), pero nosotros no tenemos demasiado dinero y, encima, aquí a los empresarios Sánchez los persigue con trinchante y Yolanda con cazamariposas. Sánchez no pegaba mucho allí, pero sí podía hacer un poco de reina Letizia o de Ana Obregón en la nieve, con un plumas de marca nacional, un plumas del pueblo que pronto se agotó en las tiendas, quizá porque al plebeyo le parecía un cruce perfecto entre majestad, socialismo y camachismo.

Ahí estaba Sánchez, en Davos, no demasiado convincente pidiendo ayuda para la democracia y contra la “ola reaccionaria” (él que gobierna con comunistas y pacta con la ultraderecha separatista) pero mejor como princesa del pueblo en una nieve suiza que más bien era una nieve de Candanchú. Sánchez no sólo quiere ser presidente de su colchón, que en el fondo ahí se siente sólo, sino que quiere ser un poco también princesa del pueblo, no tanto como Letizia o Lady Di sino como Yolanda. Claro que la vicepresidenta presenta un efecto contrario al efecto Letizia, o sea que es ella la que le copia las galas y la simbología al pueblo y las dignifica en pamela y en soponcio. No es que hiciera tampoco demasiado frío en Davos, pero el plumas, el parka, seguramente le pareció revolucionario y protector en el foro del frío dinero, en el frío mármol del tabernáculo de los crueles empresarios mundiales, rodeado de la tibieza y la tentación del abrigo de buen paño que, en otras ocasiones menos simbólicas, Sánchez no tiene inconveniente en ponerse y en hacer tremolar. Sánchez quizá no podía hacer geopolítica, ni política sin más, pero podía hacer simbolismo, como hace siempre.

Sánchez con plumas (con las plumas de un plumas), con un parka de seleccionador nacional o de director de equipo Kelme que era en realidad de la marca Joma; Sánchez en un alarde de patria, modestia, exageración (ya digo que no ha hecho allí tanto frío) y publicidad; Sánchez practicando la política del maniquí como se puede practicar también, vestido de caqui, la guerra del maniquí; Sánchez caminando la pasarela, enguantado de un falso frío de corcho, con coquetería de escarcha como de lentejuelas; Sánchez en plumas como otras veces va de traje berenjena o de camisa balinesa, o sea con su chaqueterismo raudo y variopinto, digno de Mortadelo; Sánchez como nuestro hombre Michelin de la propaganda política, de la política propagandística; Sánchez, recauchutado, ajeno y fluorescente como un esquiador olímpico español, o como un astronauta español, o como un modelo español, quizá es lo único que podemos llevar a Davos, o lo único que podemos traernos de Davos.

Sánchez con el plumas de Joma, con su J grandísima, como la de una aerolínea, a lo mejor era para el españolito, o para el españolito socialista, si es que queda de eso, como un Michael Jordan nacional o como Rosalía en parka. Sánchez en Davos era como un estrellato internacional fracasado que en plumas parece más estrellato y menos fracasado. Cualquiera diría que ha ganado la copa de la UEFA ante el Grasshopper, o que le han dado el Grammy por rapear, o por cantar por Lola Flores, o por rapear por Lola Flores, nuestra primera rapera. Ya no es la iconografía anticapitalista de un Sánchez que en realidad vive como Bad Bunny, con cadenón y vacilón, sino la iconografía del éxito modernito o posmodernito, entre influencer y C. Tangana, que no sé qué tiene la gente con el lacio de C. Tangana, que canta como un aprendiz de barbero barriendo o como Julia Roberts en la bañera de Pretty Woman. Sánchez es trendy por Decathlon o por ahí, y ése es el mayor éxito internacional o económico que vamos a tener.

Sánchez, en Davos, con el plumas, parecía que pedía en el metro o se quejaba al árbitro, que a lo mejor es lo que hace Sánchez, y España, en todos estos foros internacionales

Sánchez, en Davos, con el plumas, parecía que pedía en el metro o se quejaba al árbitro, que a lo mejor es lo que hace Sánchez, y España, en todos estos foros internacionales. Sánchez hace con su plumas, como con su socialismo, un poco de nostalgia (antes que las Nike fueron las Joma, las Kelme, las Yumas, las J’hayber, las Paredes, cuando el balón era de Curtis —así lo llamábamos, aunque nunca supe si eso era una marca, un material, un señor o un sueño— y el Betis era más grande que los Chicago Bulls). También, seguramente, quiere hacer Marca España con nuestras marcas, aunque lo malo de eso es que, a la vez, hace Marca España con él, que es muy mala publicidad.

Sánchez, en Davos, quizá salió con un parka, como aquel Bergoglio de la inteligencia artificial, para que habláramos de trapitos en vez de hablar de dinero, de política o de teología. El caso es que el plumas se agotó en la web, como aquel vestido ajedrezado o arlequinado de la reina, o como un número de lotería con la fecha de la boda de Tamara Falcó, porque el españolito es influenciable, supersticioso, fetichista, plebeyón y, además, a Sánchez ya sabemos que España le compra cualquier cosa. Le hubiera comprado botas peludas (ay, aquella moda de las botas peludas) si se las hubiera puesto. O una amnistía invendible e intragable, quién sabe. Lo que yo me estoy preguntando ahora es si lo del plumas lo ordenó Moncloa para que Sánchez molara o lo ordenó Puigdemont para que Sánchez se vaya aclimatando.