La guerra de Ucrania ha sido el escenario que ha presentado al gran público las capacidades de los drones de combate teledirigidos, esos artilugios voladores que lanzan proyectiles —o se precipitan ellos mismos— sobre objetivos que saltan por los aires. Aunque los hay terrestres y navales, casi todos los drones militares que vemos en televisión y en las redes sociales son aéreos, sencillamente porque son los más desarrollados en la actualidad. Estos aparatos, que se pilotan a distancia por un operador humano, emplean una tecnología muy consolidada y son relativamente económicos y sencillos de manejar.

Tecnológicamente muy por encima de los drones militares se sitúan los robots inteligentes de combate, que responden al nombre técnico de sistemas de armas autónomas letales (SAAL). Estas máquinas están operadas por sistemas de IA y, por tanto, funcionan sin necesidad de control humano. Recordemos que una de las características de la IA es su capacidad para actuar de forma autónoma, lo que en el caso de los SAAL plantea cuestiones éticas gravísimas ante el panorama de una máquina inteligente decidiendo cuándo, dónde, cómo y a quién matar. Y lo peor de todo es que, aunque aún no se hayan empleado en combate, los robots inteligentes de guerra son una realidad a disposición de las grandes potencias militares.

Pues bien, una vez sabido de qué hablamos, veamos los elementos de juicio expuestos en el libro La guerra de los robots y que apuntan a que en un futuro no muy lejano se va a producir una proliferación de empresas militares privadas con capacidad tecnológica para operar sistemas de armas autónomas letales.

Cualquier país puede conseguir los componentes básicos para construir robots y armas para hacerlos letales

Primer elemento de juicio: materia prima accesible. Los robots se fabrican con materias primas comunes, asequibles y relativamente baratas. Cualquier país puede conseguir los componentes básicos para construir robots y armas para hacerlos letales. Además, estos componentes y materiales no están sujetos a controles o regulaciones que limiten su fabricación y comercialización. No estamos ante un caso comparable al del armamento nuclear, para cuya construcción se necesita uranio altamente enriquecido, un elemento producido por muy pocos países en el mundo, que es difícil de obtener y que únicamente sirve para la fabricación de armamento y para la propulsión nuclear marítima.

Segundo elemento de juicio: tecnología disponible. La tecnología de los robots inteligentes es de uso civil con aplicación militar. El enorme mercado mundial de la tecnología comercial la convierte en un bien relativamente asequible, hasta el punto de que es más sencillo y económico construir un SAAL aéreo que un avión de combate moderno. Admitiendo la simplificación del argumento, para fabricar un robot militar bastaría con disponer de un vehículo de conducción autónoma, una IA de reconocimiento de imágenes, un sistema de geolocalización, un telémetro láser y el armamento adecuado. Toda esta tecnología, que en su momento fue cara y novedosa, ahora no lo es tanto.

La tecnología de doble uso, por lo tanto, permite a las empresas tecnológicas aprovechar su conocimiento para desarrollar robots militares. Así, la compañía iRobot, fabricante del famoso robot aspiradora Roomba, tuvo una división de defensa y seguridad que desarrollaba drones terrestres militares, de seguridad pública y de manejo de materiales peligrosos. En 2016 iRobot vendió esta división al fondo de inversión Arlington Capital Partners por unos cuarenta y cinco millones de dólares.

Tercer elemento de juicio: la robótica disminuye las bajas propias. Esto es muy importante desde el punto de vista político, social y de gestión del riesgo. Uno de los grandes beneficios de la robótica es que libera a los humanos de tener que realizar las labores más duras, pesadas y peligrosas. El personal encargado del funcionamiento de los robots se mantiene ajeno al riesgo del combate, como si estuviera llevando a cabo cualquier trabajo de naturaleza civil. En estas circunstancias no es estrictamente necesario que dichos operarios sean militares, ya que ni combaten ni ponen en riesgo su vida.

Uno de los grandes beneficios de la robótica es que libera a los humanos de tener que realizar las labores más duras, pesadas y peligrosas

Además, se podría argumentar que los contratistas que trabajan con los robots militares autónomos, es decir, los encarga- dos del mantenimiento, programación y supervisión, no par- ticipan de forma directa en el combate. Según esta polémica visión, la máquina es la encargada de luchar, mientras que los contratistas realizan labores de apoyo y, por lo tanto, sus servicios entrarían dentro de lo que pueden ofertar las EMP sin violar el derecho internacional.

Cuarto elemento de juicio: no hace falta preparación militar para operar SAAL. El robot inteligente de combate puede cumplir la misión de forma autónoma. Por ello, sus operarios no necesitan dominar las técnicas del tiro, el camuflaje, la lucha cuerpo a cuerpo, el reconocimiento armado o el patrullaje. Tampoco tienen que saber pilotar un caza, conducir un carro de combate o maniobrar un buque de guerra. Para realizar su trabajo no es preciso tener una buena condición física, resistencia a la fatiga o capacidad de aguantar el dolor y de sopor- tar el hambre, la sed y otras penurias del combate. Ni siquiera tienen que estar adiestrados para sobreponerse al estrés del combate o al miedo a morir.

Donación de drones en la ciudad ucraniana de Leópolis.

Ninguna de estas destrezas propias de los soldados bien preparados es necesaria para manejar los robots militares; un excelente operario de armas autónomas o teledirigidas no tiene por qué estar capacitado para el combate. Sin duda, es conveniente o incluso imprescindible que la supervisión de las acciones de los robots de combate esté a cargo de militares familiarizados con la misión, los objetivos, la inteligencia operativa y demás elementos que determinan el éxito de las operaciones. Pero esto no significa que los especialistas en estas máquinas tengan que ser necesariamente militares.

Último elemento de juicio: las EMP ya existen. Las EMP tienen una importante presencia en la práctica totalidad de los conflictos armados, están muy bien implantadas y han demostrado una extraordinaria capacidad de adaptación a las necesidades de los Gobiernos contratantes. Así las cosas, no será necesario la creación de nuevas EMP tecnológicas, puesto que las empresas existentes podrán crear divisiones tecnológicas para incorporar a su oferta servicios de robots militares.

Una vez que las EMP tecnológicas demuestren su capacidad para operar robots inteligentes, los Gobiernos les encomendarán misiones no letales, como las logísticas, de inteligencia y reconocimiento. En ese momento se habrán creado las condiciones necesarias para que el sector privado pueda llevar a cabo las acciones letales con armamento autónomo que no quieran o no deban hacer los ejércitos nacionales. Los antecedentes indican que será muy probable que esto ocurra.

El problema de la privatización de la guerra tecnológica

Todo apunta a que el desarrollo de las nuevas tecnologías impulsará la creación de EMP tecnológicas a las que se externalizarán acciones de apoyo a las operaciones militares, pero también otras que impliquen la participación en las hostilidades. Los contratistas tecnológicos, que tendrán un perfil altamente cualificado, podrán participar en los combates sin estar presentes de forma física y, por tanto, sin necesidad de tener entrenamiento militar específico. Este aspecto les diferenciará notablemente de los contratistas privados que estamos acostumbrados a ver, esos que posan ante las cámaras con sus armas ligeras en actitud desafiante, tan guerreros como el que más. Nos encontraremos ante una forma más «civil» y aséptica de hacer la guerra, en particular cuando se empleen las tecnologías que permiten alejar al atacante de su objetivo, entre las que destacarán la IA, la robótica y la aeroespacial.

Las nuevas tecnologías acelerarán el proceso de privatización de la guerra y ampliarán su marco de actuación, sobre todo en las operaciones de los países más habituados a contar con los servicios de las EMP. Hasta la irrupción del Grupo Wagner en Ucrania y Mali, estas empresas y los Gobiernos que las contratan siempre habían asegurado que no toman parte en las acciones de combate y que se limitan a realizar tareas de apoyo logístico, seguridad, escolta, vigilancia y adiestramiento especial. Sin embargo, sabemos que hay muchos indicios que apuntan a que Wagner no ha sido la única EMP que ha participado en las hostilidades de forma más o menos encubierta por encargo de los Estados contratantes.

Si esto ocurre en las condiciones actuales, en las que los contratistas privados militares están expuestos a los peligros del combate, es lógico que las EMP tecnológicas, una vez liberadas de esa amenaza, amplíen su gama de servicios militares hasta donde sea necesario. Los motivos ya están apuntados. En primer lugar, porque la robótica, el control remoto o la IA disminuyen el riesgo de sufrir bajas propias. En segundo lugar, porque la cualificación necesaria para operar tecnologías emergentes, incluidos los robots inteligentes, no requiere una preparación militar específica, ni siquiera en situaciones de combate. Y, tercero, porque las empresas tecnológicas dispondrán de personal mejor capacitado y con mayor estabilidad profesional que la que es habitual entre los militares.

Los sistemas de armas autónomas y otros servicios de tecnologías letales pueden satisfacer las demandas de un mercado maligno ajeno al ámbito estatal

Así las cosas, los problemas de la desmilitarización de la guerra tecnológica no harán más que multiplicarse. No se trata solo de que el uso de tecnología letal esté en manos de funcionarios civiles —la CIA emplea drones armados para eliminar objetivos— o de operarios de una empresa privada de confianza. El problema más grave es que las compañías privadas se gestionan según criterios comerciales y no sería de extrañar que alguna eluda el control efectivo de la Administración de turno para convertirse en mercenarios tecnológicos al servicio de todo tipo de clientes, incluidas las organizaciones que suponen una amenaza a la seguridad internacional.

En definitiva, los sistemas de armas autónomas y otros servicios de tecnologías letales pueden satisfacer las demandas de un mercado maligno ajeno al ámbito estatal. Una vez fuera del control de los Gobiernos, estos servicios estarán a disposición de las organizaciones terroristas, la delincuencia organizada y los señores de la guerra. Incluso dentro del ámbito estatal, la tecnología letal podrá ser empleada por dictaduras, gobernantes represores, regímenes totalitarios, déspotas y Estados fallidos.


Extracto de Guerra S.A.: privatización de los conflictos armados, publicado por Espasa. El libro plantea un importante debate sobre la privatización de los recursos militares. Desde la guerra de Irak y hasta la de Ucrania, hemos visto como empresas militares privadas como Blackwater o el Grupo Wagner aparecen en escena. Estas empresas a menudo son acusadas de todo tipo de malas prácticas, masacres, torturas y delitos contra los derechos humanos.

Francisco Rubio Damián (Madrid, 1959) es coronel en la reserva del Ejército de Tierra, doctor en Sociología y máster en Seguridad Global y Defensa. Especialista en operaciones especiales y en Estado Mayor, ha ocupado puestos nacionales y también en la OTAN y en la Unión Europea. Ha participado en misiones de la ONU en Nicaragua y Guatemala (ONUCA), en Haití (ONUVEH) y el Líbano (FINUL), en las operaciones de la OTAN Allied Force (antigua Yugoslavia) y Joint Guardian (Kosovo), y en la operación Althea (Bosnia y Herzegovina) de la Unión Europea.