El Estado ha respondido de frente. El auto del juez instructor del Tribunal Supremo por el que entran en prisión los exconsellers del Gobierno catalán Jordi Turull, Raül Romeva, Josep Rull, Dolors Bassa y la expresidenta del Parlamento catalán Carme Forcadell, sumado a su decisión  de activar la euroorden de detención del ex presidente Puigdemont y sus cuatro ex consejeros huidos de la Justicia, a la que se ha añadido Marta Rovira es la prueba de que el Tribunal Supremo afronta desde ahora mismo la fase final del desafío independentista.

Los magistrados del TS, desde luego el instructor, tienen ya la información completa de todas las actividades ilegales y delictivas que llevan muchos años practicándose por los independentistas con el fin de derribar al Estado español y de romper España por la vía de los hechos. Sólo con leer el auto del magistrado se le ponen a una literalmente los pelos de punta. Han llegado muy, pero que muy lejos en esta ofensiva y han implicado en su deriva no sólo a una parte importantísima de la población sino a muchas de sus instituciones. Por ese motivo, la reacción de los manifestantes el viernes por la noche delante de la Delegación del Gobierno en Barcelona se acercaba al enfrentamiento violento con los Mossos d'Esquadra. Ésa es una deriva muy peligrosa pero que los planes independentistas tenían prevista y asumida.

Esto es lo que el secesionismo en realidad buscaba si, como efectivamente ha ocurrido, el Estado decidía por fin defenderse de la ofensiva preparada con tanta precisión por los independentistas en la ingenua convicción de que podrían lograr sus propósitos sin, que desde este lado de la Constitución las instituciones hicieran otra cosa que plegarse ante la fuerza del poble català. Éste pueblo ha resultado sumar, como mucho, menos de la mitad de los catalanes, pero en cuyo nombre han decidido hablar siempre los independentistas, lo que es tanto como haber ignorado olímpicamente la existencia de esa otra mitad de la población que no ha querido nunca seguir la senda de la ruptura de España. Por esa razón, porque el juez Llarena conoce al dedillo todo lo planeado, cosa que ha plasmado en su auto de procesamiento de 13 de los investigados, el viernes por la tarde decidió decretar el ingreso en prisión de los cinco que se presentaron ante él para celebrar la vistilla.

Han llegado muy lejos en esta ofensiva y han implicado a una parte importantísima de la población y a muchas de sus instituciones

Pero tanto en su auto de prisión incondicional, como en las peticiones de la Fiscalía, de la Abogacía del Estado y de la acusación popular se menciona el  hecho de que, junto al  riesgo de reiteración delictiva, existe  un indiscutible riesgo de fuga. Y aquí todos mencionan  sin citarla por su nombre pero señalándola directamente, la huida de la Justicia de Marta Rovira. No llega a ser para mí una certeza la de que la huida de Marta Rovira ha contribuido a agravar la situación de sus compañeros, pero de los razonamientos del juez Llarena se desprende su determinación de evitar  lo que el Tribunal Constitucional describe como "el perjuicio que, en el caso de materializarse la fuga, sufrirían los fines perseguidos por la justicia" a lo que el propio magistrado añade: "Una realidad que hoy se materializa respecto de una de las procesadas, que no ha atendido la citación de este Tribunal".

Por eso no acepta el argumento de las defensas, según el cual el hecho de que los procesados hayan comparecido tantas veces cuantas han sido requeridos por el juez. Su razonamiento es simple:  los procesados han estimado en todo momento que estaban legitimados para no acatar las decisiones judiciales y, por lo tanto, consideran que no han cometido delito alguno. Por lo tanto, el juez no puede dar por supuesto que van a seguir respetando sus decisiones, puesto que no admiten la ilegalidad de sus acciones. Y vuelve Llarena a Marta Rovira: "En realidad, el acatamiento de la decisión del Tribunal  se producirá mientras su voluntad no cambie, tal y como ha acontecido hoy con otra de las procesadas". En consecuencia, es casi obligado concluir que la señora Rovira, con su huida  "insolidaria", a decir  de Felipe González, les ha dado un buen empujón a todos los que iban a acudir con ella el viernes por la mañana al Tribunal Supremo y se han quedado con las ganas de ver a su compañera asumiendo sus responsabilidades como todos los demás. Les ha empujado al interior de la cárcel.

Los derechos políticos de una persona no son absolutos y no prevalecen cuando se trata de preservar otros derechos colectivos más relevantes

Hay un principio que conviene dejar claro desde ahora: el de que los derechos políticos de una persona no son absolutos y por lo tanto no prevalecen cuando de lo que se trata es de preservar otros derechos colectivos más relevantes. Esto es importante porque es el argumento tramposo de quienes pretenden que el simple hecho de elegir a alguien como diputado o incluso presidente tiene fuerza suficiente para eximirle de la prisión y de sus responsabilidades penales. Y eso no se sostiene.

Pero precisamente eso es lo que intentó el jueves con enorme torpeza el presidente del parlamento catalán Roger Torrent con su pretensión de sacar adelante al señor Turull como nuevo presidente de pega de la Generalitat. Le salió mal la jugada y ahora ya sabe que el Tribunal Constitucional ha advertido que una investidura exige la presencia física del candidato, cosa que no podrá producirse en la segunda sesión de un pleno que fracasó en su primer intento de retar al Tribunal Supremo. Lo que haga Torrent a partir de ahora corre de cuenta exclusivamente suya y las consecuencias que su actuación le acarree, también.

El Estado no debe dar ni un solo paso atrás, debe soportar con serenidad todas las algaradas que previsiblemente se van a producir

Ahora estamos frente a una realidad dura y difícil de administrar que se ha venido anunciando desde hace muchos meses: quienes han violado todas las leyes que se interponían en su camino y, como consecuencia de sus actos, han cometido uno de los delitos más graves tipificados en el Código Penal, se enfrentan ahora a las consecuencias penales de sus actos y de su arrogante osadía. Una osadía y una arrogancia que no se han diluido ante la constatación de sus sucesivos y estrepitosos fracasos tanto en el ámbito internacional como en el terreno empresarial y económico y, de una manera dramática, en el ámbito de la sociedad a la que decían defender. Quiero decir que, empecinados como los fanáticos que son, siguen sin abandonar su propósito de volver a intentar la secesión en cuanto recuperen el poder y con él la capacidad para reconstruir las "estructuras de Estado", insuficientes e inefectivas como se ha visto luego, pero suficientes para ellos en su afán de seguir alimentando esa ficción irrealizable.

Por eso el Estado no debe dar ni un solo paso atrás. Debe soportar con serenidad y sin cometer excesos todas las algaradas que previsiblemente se van a producir en los próximos días. Aunque la decisión del Tribunal Supremo ha irritado a parte de la izquierda y a todos los independentistas, es necesario insistir en que éstos son los únicos responsables de lo que les está sucediendo. Lo sabían, sabían lo que les podía pasar. Pero no se lo creyeron porque se sintieron más fuertes y más astutos que el Estado mismo. Lo cual habla de su estúpida autosuficiencia y  también de su bajo nivel intelectual y de su escasa formación.