Con sus gafas de pianista ciego, de elegante mentiroso de la música, la política y la aviación, Pedro Sánchez vuela de reunión en reunión. Baja de una discoteca alada, o de un camarote de nudos y tabaco, o de una copa de Martini como de una bañera con gradería, y se encuentra con Merkel (landismo al revés) o recibe a Urkullu, a quien da la mano como a otro tenista o a otro capitán de velero.

De Sánchez estamos percibiendo todos, pueblo y dignatarios, más que nada su colonia evocadora pero huida, como en esas muestras de revista que pretenden traer el olor de agrestes cowboys o lujosas guanteras a una página doblada vulgar y pacíficamente en el dentista. A lo mejor Sánchez no está vendiendo España, sólo esa colonia de Navidad de yerno, su desodorante como una luz negra de whiskería y su avión como una cama de agua de ligón. A lo mejor Sánchez está engañando a todos con sus gafas negras de ventajista, y al final va a timar como Paul Newman a los indepes de casino, a los podemitas de billarín y a los vascos de confesionario. Y al resto de los españoles, de camino. Pero cuando alguien sólo parece tener para negociar, para ofrecer, su mirada de ruleta girando y el dinero de los demás como unas perlas de viuda seducida, es fácil suponer quiénes serán los estafados.

Lo que cuesta un avión coctelera, o su perrito de escalinata, como un león de Ponzano bien rascado, está en estas reuniones de Sánchez. Lo que cuesta es todo, o sea el dinero público y la dignidad de la democracia, pero a la vez nada, porque dar algo que ni es tuyo ni valoras sale gratis. Dando todo no hace falta ni negociar. Así se gana siempre. Gana el diálogo, gana la concordia, gana la paz, esas cosas que parecen tan lejos del dinero pero que son tan caras. Y gana quien se está haciendo con eso una campaña, un publirreportaje, un book y una fiesta como con temática de Audrey Hepburn masculina, que a lo mejor ése es el rollo de Sánchez.

Gana el diálogo, gana la concordia, gana la paz, esas cosas que parecen tan lejos del dinero pero que son tan caras

Se da todo, y ya está. No sólo no importa el dinero público, que ya dijo Carmen Calvo, vicepresidenta como rescatada de una tienda de baúles y candelabros, que no era de nadie. No sólo no importan los agravios con otras comunidades. No sólo no importa que se dé una Seguridad Social con sus propias jeringas para su propio Rh a quien ya tiene sus fueros medievales, o que se deje que las cárceles puedan ser clubes políticos de petanca y chatillo.

No, es que tampoco importan el asquito racista, las coreografías totalitarias, la desaparición de lo público (¡en tan puros republicanos!) aplastado por la ortodoxia ideológica y el pensamiento parduzco y vil de la uniformidad; no importan la orgía de hogueras con las leyes y las libertades individuales, ni la marca de la bestia en las frentes de los tiznados infieles. Ya dijo Puigdemont que exigía respeto al 1-O, y ya ha dicho Torra que quiere un segundo intento porque la República no salió del todo bien la primera vez que pisotearon las leyes y el Parlament igual que las calles. Todo esto no importa, porque la culpa es del PP, que saboteó el Estatut y ha generado enfrentamiento y discordia con su intransigencia y con la cara de urraca de Rajoy.

No se romperá el país, Sánchez no será tan loco. Pero no le importará sacrificar dinero, dignidad y calidad democrática

Sánchez, con sus gafas de CSI Miami, va a traer la “normalización” y la “regeneración democrática”, sin que le preocupe ni le altere consentir, validar o premiar todas esas aberraciones. Y, además, poniendo morritos de gobernante intenso, de presidente Top Gun. No, no se romperá el país, Sánchez no será tan loco. Pero no le importará sacrificar dinero, dignidad y calidad democrática. Y si teníamos alguna duda, sólo hay que mirar a Pablo Iglesias. Pensábamos que Iglesias, en la primera sesión de control al Gobierno, llegaría huraño, cabreado y vengativo como un ángel con las alas mojadas por su propio señor, pero terminó haciéndole la pelota a Sánchez como un Abel cheposo. Poco después, lo vemos ejercer casi de ministro, de adelantado en Indias, o de camarero con avellanas de La Moncloa. No se va así hasta Torra, con toda esa sintonía y hasta esa ceremonia institucional de regalar libros como un marajá que regala alfanjes, si uno no se siente con esa misma autoridad oriental de paje de cabalgata. Iglesias va, hace suyas las ideas fuerza del independentismo irredento como si hiciera un dúo de maracas, y hasta culpa al Rey, que en el fondo es un mandado, un maniquí con fajín. Pero a Sánchez ni se le mueve el tupé.

Pedro Sánchez, presidente descapotable, con sus gafas de misión imposible, vuela entre Merkel y Urkullu, envía a Iglesias como un indio explorador y quizá reciba a Torra en un portaviones lleno de gaiteros o en un submarino lleno de ciegos. Lo suyo no es normalización, sino una bola de discoteca. Sánchez lleva con él ese brillito y ese engaño de los sábados. Intentará que dure hasta las próximas elecciones, aunque parece mucho tiempo para una colonia de muestra.