Se llamaba John Huxtable Elliott, aunque para el gran público siempre fue y será John H. Elliott, el prestigioso catedrático de Historia de Oxford, hispanista por excelencia, seguramente el mejor académico sobre el Siglo de Oro español. Fue un historiador serio, un verdadero gentleman y uno de los mejores exponentes de la gran tradición inglesa de narrar la historia con tanto rigor como amenidad. Sus obras son tanto ejemplo de erudición como verdaderas delicias literarias. Y también un modelo a seguir en cuanto a no dejarse arrastrar por modas o influencias políticas: mientras muchos, sobre todo desde dentro, intentaban defender posturas absolutamente pesimistas y catastrofistas de la historia de España, la presentaban como una serie de desgracias inexorables, y proponían tratados de historia que más bien eran panfletos ideológicos, Elliott ofreció una visión mucho más serena, certera y, sobre todo, ecuánime. Nunca negó los problemas pero los supo contextualizar y presentar de manera menos histérica. No deja de ser sintomático que fuera un inglés quien enseñara a los españoles a mirar a su propia historia sin tantos ascos y prejuicios ("en España hay mucha tradición de autoflagelarse", concluiría).

Descubrió la historia de España a través de Velázquez

John H. Elliott fue un hispanista que más y mejor hizo por descubrir, analizar y dar a conocer internacionalmente la historia de España, aunque no deja de ser irónico, o como mínimo curioso, que él la descubriera casi por casualidad. Fue en 1950, cuando siendo aún un joven universitario de Oxford, se enroló en un viaje de seis semanas por toda la península a bordo de un destartalado antiguo camión del ejército. Al llegar a Madrid fue al museo del Prado: años más tarde aún recordaría vivamente la impresión que le causó la gran pinacoteca y, sobre todo, el impresionante retrato que Velázquez hizo de Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, aquel valido de Felipe IV que fue quien gobernó en realidad España durante el siglo XVII. Elliott no conocía entonces que el cuadro existía ("la pintura española no se conocía apenas en Inglaterra", se excusaría décadas más tarde con una sonrisa), pero el joven inglés quedó fascinado por aquel hombre de mirada arrogante que dirigió los destinos de un imperio que había dominado el mundo, pero que ahora estaba en evidente declive, arruinado, apesadumbrado y atosigado por todos los frentes.

El hecho de que fuese un joven británico en una época en que ya se hablaba de la decadencia de Gran Bretaña hizo que desarrollara cierta simpatía por el conde-duque de Olivares.

Aunque alejados por el tiempo y productos de culturas diferentes, el conde-duque y el joven Elliott no dejaban de presentar ciertos paralelismos. "El hecho de que fuese un joven británico de la Gran Bretaña post imperial que siguió a la Segunda Guerra Mundial, época en la que se hablaba de la decadencia de Gran Bretaña, hizo que desarrollara cierta simpatía por la generación del conde-duque", reconocería. "Él estaba intentando recuperar y salvar la antigua España, restaurando su reputación, su economía y sociedad, y extirpando la corrupción de la época del duque de Lerma".

Seguramente por ello, Elliott, que tenía una pasión por la Historia desde que muy pequeño descubrió en su colegio un grueso libro que contaba la historia de Gran Bretaña desde Alfredo el Grande en el siglo IV a.C. hasta la reina Victoria, en el siglo XIX, decidió centrar sus estudios de doctorado en Oxford en aquel personaje que descubrió gracias a Velázquez. Pero no iba a ser fácil: la historia española del siglo XVII era un período del que entonces apenas se hablaba ("había sido abandonada por el régimen franquista por considerarlo una época de decadencia", apuntó años más tarde en una conferencia) y, lo que era peor, apenas había documentos.

Elliott leyó la biografía que Gregorio Marañón había hecho del personaje (El conde-duque de Olivares. La pasión de mandar), pero aunque la encontró fascinante ("es una biografía psicológica impresionante", reconocería), encontraba que hablaba poco "de su política y visión de España", sobre todo cuando se convirtió en valido, lo que viene siendo un Primer Ministro en términos modernos. Se trasladó hasta el Archivo de Simancas, pero no encontró sus archivos privados. Resultaba que habían sido destruidos en dos grandes incendios del siglo XVIII.

La rebelión de los catalanes

Desesperado, pensó en tirar la toalla y centrarse en otro tema. La rebelión de los catalanes en 1640 le pareció entonces una buena idea y puso rumbo a Barcelona para entrevistarse con historiadores como Ferran Soldevila y, sobre todo, Jaume Vicens Vives, y bucear en el vastísimo archivo de la Corona de Aragón, en donde, casualmente, descubrió material de sobra sobre Felipe III y Felipe IV.

Se empapó tanto del ambiente que se puso a aprender catalán y puso un anuncio en La Vanguardia para que lo acogiera alguna familia de la zona (aunque le contestaron cien candidatos, finalmente escogió a los Cordech y en su casa escribió su tesis). Cada semana iba a charlar con Vicens Vives, a quien llegó a considerar un maestro. Era un historiador diferente a los que entonces pululaban en la universidad española, mucho más moderno y abierto a los aires europeos. "La esperanza de Vicens en ese momento", desvelaría Elliott, "era desmitificar la historia de Cataluña, que estaba en gran parte enfocada a un tipo de nacionalismo tradicional del siglo XIX. Él vio la importancia de crear una nueva generación de jóvenes catalanes que tuvieran una visión más imparcial de la historia de Cataluña".

El conde-duque de Olivares

El joven Elliott se doctoró con aquella tesis sobre catalanes y empezó una exitosa trayectoria académica en Princeton (1973-1990) y como catedrático de Oxford (1990-1997). En Princeton coincidió con Jonathan Brown, el mayor especialista internacional en Velázquez, y juntos estudiaron el siglo XVII fusionando la historia y el arte (el resultado fue Un palacio para el Rey, sobre el Palacio del Buen Retiro, el palacio de recreo ideado por Olivares para Felipe IV, un libro absolutamente descomunal).

Durante años, su interés inicial en el conde-duque nunca desapareció. Siempre tuvo ganas de dedicarle una buena biografía, aunque tuvo que esperar al momento propicio. Llegó en el 1986 tras cinco años de investigación junto con José F. de la Peña, un sevillano que había sido director del Archivo de las Indias y que lo acompañó en Princeton para organizar y estudiar todo el material. Su espléndida biografía desafiaba todos los tópicos sobre el personaje: en vez de tratarlo como un fracasado y corrupto, un hombre estancado en el pasado, como era la tradición en España, él defendió que él había sido tan arrogante como fascinante y complejo y, sobre todo, había sido el primer gran reformista de la historia española, un hombre de una clarividencia descomunal que, aunque no fue capaz de llevar su programa a buen puerto, cimentó las bases de los cambios que se acabarían produciendo cien años después de su muerte. Olivares, en el fondo, fue el hombre que mejor intuyó la decadencia que se cernía sobre el imperio (él hablaba de "declinación", pero venía a ser lo mismo) e hizo todo lo que estuvo en su mano para impedirla. Pero topó con demasiadas resistencias y él acabó cabreando a todo el mundo.

Un estudio incluso más interesante que su biografía, fue su comparativa entre el conde-duque de Olivares y el cardenal Richelieu, aparecida en 1987, un estudio brillante que permitió comparar a la España y la Francia del momento y demostrar que, aunque muy lejos de ser un sistema eficaz, el país estaba mejor administrado de lo que se pensaba.

La historia de Cataluña

En los últimos años, Elliott se dedicó con ahínco a estudiar la historia de Cataluña y a compararla con Escocia. Su libro Catalanes y escoceses. Unión y discordia (2018), resultado de cinco años de investigaciones, fue publicada en el momento álgido del procés y permitió comparar dos realidades históricas que siempre se ponen como idénticas, aunque los matices son importantes. En el libro Elliott volvió a demostrar que era un académico incólume, incapaz de caer en trampas ideológicas: ni defendió las tesis más maximalistas del independentismo (más bien, las rebatió todas) ni tampoco ofreció argumentos a favor del gobierno de Rajoy (a quien también criticó). Fue hasta el final un hombre de rigor incapaz de renunciar a la independencia de criterio, un intelectual en el sentido verdadero del término.

En un mundo en que la academia cada vez más se dedica a hacer activismo facilón, el suyo era uno de los últimos ejemplos de mente libre e infranqueable. Por eso era tan bueno y por eso se le echará tanto de menos.