"Los Oscar no los he visto este año, pero es que no suelo verlos. Son muy a deshora". Fernando Trueba (Madrid, 1955) puede contar con los dedos de una mano las veces que ha presenciado en directo la gala más prestigiosa del séptimo arte: la primera, cuando su Belle Epoque (1992) se alzó con el galardón a ‘Mejor película de habla no inglesa’; la segunda, por su filme de animación Chico y Rita (2010); la tercera "porque había tres amigos míos que estaban nominados".
"Yo no me he levantado a esas horas para ver la tele más que cuando boxeaba Cassius Clay con Frazier y era un niño". El director madrileño admite que tenía que hacerlo a escondidas de sus padres, pero valía la pena poder ver en directo al que posteriormente sería conocido en todo el globo como Muhammad Ali. "Era mi ídolo", afirma mientras se desvía, momentáneamente, de la pregunta en su entrevista con El Independiente, y tira de nostalgia para admitir que "Cassius Clay y Picasso eran los dos más grandes que había en el mundo cuando yo tenía 12 años".
Es, precisamente, de esa melancolía de donde bebe su último largometraje, El olvido que seremos, la adaptación de la novela homónima del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) basada en la historia de su padre Héctor Abad Gómez, historia que se alzó con el Goya a ‘Mejor película iberoamericana’ en la pasada edición de los premios nacionales del cine. "No quería hacer ni una película blandita, ni una película política, quería hacer una película donde estuvieran las dos cosas de la vida: lo bueno y lo peor, el paraíso perdido y el dolor de perderlo, la felicidad y la tragedia", indica sentado en la sala Inca Garcilaso de Casa América, rodeado de cortinas propias de un palacio afrancesado y de estilo rococó.
Con Javier Cámara liderando la narración en la gran pantalla, Trueba aúna la memoria, la familia y el amor en un relato en el que la educación de un padre hacia un hijo se convierte en hilo argumental de otras luchas: una oposición empedernida para apostar por un largo listado de derechos humanos que enfrentaron a Abad Gómez con una violenta Medellín.
Metiendo sus katiuskas en el charco sanitario, y con una pandemia global aconteciendo fuera de las salas, El olvido que seremos acrecenta, por momentos, el ideario colectivo de la necesidad de apostar por una red de Sanidad pública y de calidad. Trueba considera que su cinta no cambia ese paradigma porque, tras la crisis del Coronavirus, todos "estamos entendiendo" la importancia de todo lo anterior, "incluso los que no quieren entenderlo o quieren lucrarse con ello", añade. Sin embargo, Trueba considera que lo "importante" en el cine son los sentimientos que las cintas puedan evocar en el espectador "por encima de todas las consideraciones estéticas, morales o políticas".
En El olvido que seremos, la magia se genera por medio de "la vida de ese médico maravilloso y su familia, de la tragedia que les visitó, pero también de la felicidad que supieron crear mientras pudieron".
El círculo vital de un director
Trueba quiere ventilar la sala, pero el ruido de la Cibeles se cuela entre cámaras. No hay mucha luz y lo único que sobresale de la oscuridad del recinto es su figura y el cartel de su largometraje. Fuera, un circuito de salas y amplios techos abrazan a los que esperan, pacientes, para entrevistarle.
La memoria, el olvido. Dos palabras que recorren la cinta que presenta este próximo viernes y que le ha permitido conectar con el niño de 15 años que decidió ser director de cine tras descubrir una película de François Truffaut, El pequeño salvaje (1970).
Con El olvido que seremos tengo la sensación de que mi vida, y sobre todo mi vida como director, toma sentido"
"Hay una cosa de la que me he dado cuenta tarde", arranca. "Hubo una película que me hizo decir, quiero dedicarme a hacer cine, quiero ser director, que era una cosa en mi barrio, en mi familia y en el mundo en el que yo vivía totalmente disparatada e improbable", explica. No era un filme "ni de tiros, ni de amor", sino "la historia de un médico en el siglo XVIII que intentaba educar a un niño salvaje", explica. "Tengo 66 años", puntualiza reticente. "Medio siglo después me encuentro haciendo una película de un médico que también está educando a un niño", apunta. "Tengo la sensación de que mi vida, y sobre todo mi vida como director, toma sentido".
Trueba no está preocupado ni por la audiencia más baja en la historia de la gala de los Oscar, ni por la lánguida (aunque renaciente) presencia de espectadores en las salas de cine. "Creo que la gente va a seguir yendo y viendo películas en cuanto pueda, y que los cines volverán a llenarse, estoy absolutamente seguro de eso", afirma rotundo.
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