En la cúspide de la “pirámide de los ERE”, que decía Alaya, están los señores aburridos, los conserjes viejos y los abuelos con mantita. Lo contrario, según diseño y estética, de lo que hay abajo: piscineros del dinero fácil y del gin-tonic con tanga dentro, mendrugos con poderes y gañote ilimitados y eructadores de gomilla de fajo de billetes como con divisa torera. Tiene que haber una distancia moral y física entre la calceta y el despiporre para que se disperse y se olvide toda la culpa. Es un diseño de partido. Arriba deben estar papá Chaves o la mamá osa que es Susana Díaz (puesta a dedo por Griñán, no lo olvidemos), siempre providentes y con su olor a galleta. Abajo, los soldados, los obreros o los apandadores que reparten y remueven para mantener la estructura.

Allá arriba, en la pirámide, hubiera bastado una mirada, o ganas de levantarse de la mesa camilla, para ver adónde podía ir un dinero al que se le habían quitado todas las fajas. No ocurrió, y al preguntar ahora, nosotros o el fiscal, lo que nos encontramos es a un venerable señor pantuflo al que parece que están juzgando por lo que ha hecho su sobrino. Es su gran defensa en el caso, la distancia no sólo entre el papel con membrete y el dinero cagado de ratones, sino entre el braserito y la güisquería.

Griñán ha sido ministro, consejero de la Junta de Andalucía y presidente andaluz sin abandonar su figura de funcionario mojado por la lluvia. Así se presentó también para declarar ante el tribunal que le juzga. Ejercer la política o la administración de esa manera triste o estanquera es lo que le ha hecho siempre un poco invisible y un poco perchero, un poco decorado de dentista y un poco ficus. Y por eso, a la vez, útil, intercambiable y siempre discreto. De ahí que sustituyera a Chaves al frente de la Junta, como cambiando una planta por otra. La Junta y el PSOE andaluz, en realidad, funcionan solos. Eso lo descubrió Chaves y fue el secreto de su tranquilo reinado: bastaban sosería, silencio y saber repartir el poder en cuotas para las diferentes provincias y familias del partido, que actuaban como clanes de vigilantes de obras, cada uno por su parcela, cada uno con su bolsa.

Griñán hizo lo que todos: ver pasar papeles por delante y echar firmas como el que envuelve regalos o maneja el ascensor de una sombrerería

Griñán llegó a la consejería de Hacienda de la Junta, colgó su gabardina de lluvia y, simplemente, hizo lo que todos, ver pasar papeles por delante, como una rotativa, y echar firmas como el que envuelve regalos o maneja el ascensor de una sombrerería. Son trabajos de mirar y hablar poco, y de preguntar menos. Griñán no es que no supiera a qué barra americana o a qué señor amigo de un alcalde serrano iba cada una de sus partidas. Es que tampoco conocía el artefacto inventado por su predecesora Magdalena Álvarez, pagar las ayudas a través de una agencia instrumental evitando así la fiscalización previa. Ni conoció las advertencias de la Intervención sobre lo inadecuado de ese mecanismo. No le llegaron, se perdieron entre subordinados o sexadores de papeles porque no conllevaban un “informe de actuación”, especie de bocinazo burocrático que era lo único que le podía hacer levantar los ojos de su tarea de pegar sellos. Pero es que, sobre todo, ni siquiera conocía la partida 31-L, el “fondo de reptiles” de los ERE, por ser una partida “insignificante”, con la que no llegó a hablar con el consejero de Empleo. Él firmaba las modificaciones presupuestarias necesarias para seguir alimentando el terrario, pero como mero trámite que le ponían por delante técnicos e intendentes. Él estaba allí como el que está echando azúcar por encima al dulce, en la última esquinita del obrador. Con la diferencia de que este dulce parecía que no lo hacía nadie.

Griñán ya dijo que en esto de los ERE no había un “gran plan pero sí un gran fraude”. Pero el fraude, por supuesto, está por debajo de él. Y eso significa que la trama y el dinero recorrían un camino extraño. El fraude era concebido desde abajo y el dinero llegaba desde arriba, como querían, sin límite y sin preguntas. Pero la conexión se rompe mágicamente a la altura del Consejo de Gobierno, sobre el que saltan grácilmente la pasta y la responsabilidad.

El castillo estaba en paz y el pueblo contento. Griñán lo sabía entonces como consejero, y más luego como presidente. Quién era él para estropear aquello

Griñán no dijo nada demasiado nuevo, se ratificó en sus declaraciones ante el Supremo y dejó la teoría que ya conocíamos: el sistema puede que no fuera adecuado, pero era legal, y las irregularidades sólo se dan luego en la gestión de la partida. La gran pregunta es cómo se puede diferenciar qué era irregular y qué no, si precisamente lo peculiar del sistema es que carecía de norma, o que la norma era la arbitrariedad. Es decir, darle el dinero a un trabajador o a tu suegra o a tu colega o a una striper cumple los mismos requisitos y controles puesto que no hay requisitos ni controles. El dinero público sin requisitos debe de ser algo que ocurre. Lo pueden conseguir mindundis de tercera división durante años, con cientos de millones, sin que nadie arriba lo advierta ni lo pare. He aquí la defensa de Griñán.

En la cúspide de la “pirámide de los ERE” está un abuelo pastor o un señor con peto que te mira con esa ternura de las gafas de leer en la punta de la nariz, como anunciándote turrón o marionetas. La honradez de Griñán (que han proclamado desde Susana, su heredera con rancho y pamela, hasta el mismo Pedro Sánchez) está en que no se ha llevado ni un botón a su casa. Griñán sólo estaba en la Junta mirando estampados o firmando invitaciones, como la mañana de una marquesa. Por su lado pasaba el día atareado, sucio, intrigante y ajeno de las criadas y los mozos de cuadra del partido, y también el dinero de todos, como niños por la casa, tiernos y salvajes. El ruido y la pereza hacían el lujo musical de la hacienda y de la vida. El castillo estaba en paz y el pueblo contento. Griñán lo sabía entonces como consejero, y más luego como presidente. Quién era él para estropear aquello.