El mambo ha llegado al Congreso. El mambo era eso que decían los independentistas que iban a montar para conseguir lo suyo, es decir una coreografía de jaleo, pesadez, fuerza, histeria, plumas y bombachos. Hemos visto el mambo en las calles, como una samba de violencia y borrachera. Lo hemos visto en el Parlament, que ya sólo es una carroza indepe con maraqueros de la raza y adornos de dorados y macarrones, ahí parada y en llamas igual que una diligencia asaltada. Lo hemos visto en la Europa por la que Puigdemont ha ido arrastrando, como un acordeonista triste, su carretón de botijería llorona y falaz. Hasta en el Supremo, con acusados y testigos con guión de Juana de Arco de Dreyer. Pero el independentismo ha terminado dándose cuenta de que ni el Parlament varado en la arena, ni la calle atragantada de globos amarillos, ni la Europa de frikis y tirolese le sirven en realidad de mucho.
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