No se puede quejar Pablo Iglesias de la presentación que ha hecho Pedro Sánchez de su futuro acuerdo. Pantallón de Champions, cartelones con eso del Gobierno de Progreso en un tamaño, un color y unas tipografías de bombones de Navidad; esos velos rojos de palacio chino, de amor chino, de teatro chino, que se movían detrás de Sánchez como algo del Circo del Sol, mientras él se balanceaba en el bambú de su cuerpo… Todo eso. Un acto de campaña, dicen. Esto no ha sido un acto de campaña. Ha sido un acto de seducción total. El último, eso sí, el más desesperado, el más agónico, como esperar empapado en la lluvia, como declarase en el aeropuerto, como traerte a Barbra Streisand.

Ha sido la última pedida de mano, ya con todos los recursos de loco y de romántico, con el muñeco de tarta, el propio Sánchez, ya ahí, bronceado de espejo y afilado del pedernal del verano. Y esos más de 300 votos, largos, emotivos, complicados y humeantes, como de boda ortodoxa, que se ha escrito Pedro haciendo gira por la sociedad civil como por todos sus amigos tunos, buscando la rima y el clavel y el bandoneón adecuados. Todo por él, por Pablo Iglesias. Todo por convencerlo, todo por cautivarlo.

La presentación del acuerdo que ha hecho Sánchez no ha sido un acto de campaña, sino de seducción total

Sánchez como con todo el barco de Vacaciones en el mar desplegado como un mueble bar, con esa mirada de final de Los puentes de Madison, con su propuesta como un ramo para Marietta (la de Krahe)… Y sin embargo, Pablo Iglesias, entrevistado en los Desayunos de TVE con cara de mal café y tostada quemada, no ha dejado de repetir que se siente humillado, aunque lo peor es que humillen a sus votantes. Humillado, ya ven, si Pedro Sánchez se le ha presentado como con una boda que puede ser, ya digo, china, griega o de Bollywood. En todo caso, con ese tamaño y ese dorado de sus amores mitológicos, aunque sea en este caso un amor político.

Hay incluso algo de amor ruso, de su querido comunismo o poscomunismo. La estación de Chamartín como en una escena de amor ruso, de Ana Karenina, con su cubierta de hierro proletario y su reloj caligráfico con el tiempo del destino para los trenes del destino y los amores del destino. Todo para Iglesias. Si eso no es voluntad de acuerdo, de vida en común, de lazos atados por los propios dioses con sus manos de palomas, no sé qué puede serlo.

Hay saña en presentar acuerdos cuando Sánchez quiere ir empezando la campaña con guapura y ternura de novio recién plantado

Tanta escena de amor para no haber amor. Reconozcámoslo: no hay ese amor y por eso este sarcasmo (el mío en estos párrafos o el de Sánchez organizando este sarao con farolillos y mariachis) resulta tan cínico. Tiene razón Iglesias, es una humillación. Hay saña en presentar acuerdos con fanfarrias y tragafuegos cuando Sánchez no quiere acuerdo, sólo quiere ir empezando la campaña con guapura y ternura de novio recién plantado, con carita irresistible de Hugh Grant. Sánchez ha planeado una boda para que le dejen plantado, con su ramo mojado que parezca un sauce llorón. Cuanto más rica la boda, mas triste el abandono. Por eso Sánchez se ha montado este jolgorio alquilando como todo el plató de Ana Karenina para lanzar su propuesta. Sánchez, una novia compuesta, siempre compuesta desde luego, y sin novio, más que nada porque nunca quiso novio.

Sánchez no le dedica la escena de seducción a Iglesias, sino al votante progre, que uno se imagina muy de amor de Betty la fea o de boda de Willy Fog en globo. Iglesias estropeando la película, de eso se trata. Ése es el relato. Más de 300 propuestas como más de 300 anillos, toda una escena de seducción de Orient Express, e Iglesias rompe la esperanza de ese Gobierno de Progreso.

El PSOE ve más poder, más rojo y más alas para Sánchez en otras elecciones, incluso ante esta España agotada

Pero nunca hubo intención de acuerdo, y todo es una crueldad como hacer a Carrie reina del baile. Ya contaba aquí Carmen Torres que en el PSOE “rezan” para que Iglesias no acepte la propuesta. Ellos ven más poder, más rojo, más alas y más copones para Sánchez en otras elecciones, incluso ante esta España agotada. La humillación no es para Iglesias, que tuvo su oportunidad y la desperdició; ni para sus votantes, aunque Sánchez los considera revolucionarios de coches de choques, entre el neoestalinismo, el botellón, los indepes y les gallines. No. La humillación es para todos los españoles, a los que Sánchez cree que puede seducir con la historia de amor, gloria y sarpullido de un princesito con guisante en el colchón. Y lo peor es que seguramente Sánchez tenga razón.