El presidente en funciones, el presidente in péctore, con la presidencia aún en el calcetín de gnomo de la Navidad, nos había convocado en el fin de semana de los Reyes, con legañas de espumillón, con cava chapoteado en los zapatos, un sábado temprano, entre barrenderos como elfos que se dan fuego y gente buscando churros. Pero la gente pensaba más en lo que pasaba en Cataluña que en el mal despertar de lechero, cuando iba llegando al Congreso como a una fiesta clandestina, con el frío raro de la hora rara. En los pasillos del Congreso, con ruidos y expectativas de carritos de hotel, se lo decía Pedro García Cuartango a Enric Juliana: no se trataba tanto “de lo que pasa aquí, sino en tu tierra”. Cuando sus señorías se iban acomodando, entre felicitaciones de año nuevo y bostezos tropezando con las alfombras, Laura Borrás se acercó a Rufián y cruzaron unas palabras como si intercambiaban contraseñas o planos guardados en un diente. Eso era lo importante, eso era la realidad, mientras Sánchez hacía su entrada como un Rey Mago en barco o como un boy que había traído Calvo de la mano.

Pedro Sánchez ya lo aguanta todo, un sábado de resaca, un cuarto oscuro, unas orejas de burro, un traje como un guante de guiñol. Aun con la inhabilitación de Torra y un nuevo zafarrancho de agravio y resistencia indepe, Sánchez siguió con el plan de soltar el popurrí del diálogo sin colorantes y sopas de pobre y servicios sociales y leyes del plástico, sin que se le torciera el labio. Aunque para el peaje indepe necesitó algo más. Necesitó decir que “hay que dejar atrás la deriva judicial que tanto daño ha causado”. Necesitó que sus diputados le aplaudieran de pie mucho, o lo mantearan, como a Jesulín. Hasta Susana tenía que defenderlo, luego, tras su discurso. Susana sobrevivía en el patio y en la política como un oso polar, contrarrestando con la “ultraderecha” la evidencia, pidiendo a la derecha que “dejen gobernar por el bien de la democracia”, y hasta defendiendo a Lastra en sus dudas sobre la decisión de la JEC. Dijo que Sánchez había hecho “un discurso progresista, muy de izquierdas”, y después pareció irse caminando por el hielo resquebrajado o por charcos aún de Nochevieja, como con los tacones en las manos y un pañuelo de rímel de dolorosa.

Sánchez lo aguanta todo, hasta que las palabras se le claven en la cara, como un mordisco de rocín, apenas han salido de su boca. Hablaba de los valores de “libertad” de su coalición, cuando sus socios no entienden que los políticos tengan que estar sometidos a la ley y ejercen contra los ciudadanos de Cataluña, y desde lo público, una criminal tiranía ideológica. Pero su mentón seguía brillando como un yunque. Hubo un momento en que habló de la desinformación, de la calumnia, de la falsedad, y el hemiciclo se descojonaba. Pero su mentón seguía brillando de poder y grecas como el martillo de Thor.

Los partidos independentistas ya no son socios, sino dueños, y era como si el Congreso, recién despertado como los niños para el colegio, fuera la caja de galletas navideña de los 'indepes'

Sánchez bailaba para los independentistas, con sombrero y manos de jazz. La conspiración de los ropones derechistas, como había dicho el ministrable Garzón o había insinuado la ínclita Lastra, no cambió la decisión de Esquerra. Los partidos independentistas ya no son socios, sino dueños, y era como si el Congreso, recién despertado como los niños para el colegio, fuera la caja de galletas navideña de los indepes, como si la sede de la soberanía nacional fuera sólo el parlamentillo con mosquitera de una colonia. Cayetana nos decía en los pasillos que Sánchez había “exhumado el procés” y que, entre plagios de un discurso como susanista o el recurso a la moneda podrida de Franco, lo que dejaba era la idea de que “la ley es un estorbo”. Sánchez tenía que seguir bailando, como entre balas de forajido, y no se le notaba el esfuerzo. Lo aguanta todo. Aguanta incluso lo que no puede aguantar España.

Sánchez también aguantó que Casado, fiero y de luto, le fuera leyendo todas sus mentiras, falsas promesas y cambios de chaqueta. Cuando le recordaba la vez que dijo que no permitiría que la gobernabilidad del país dependiera de los independentistas, Sánchez estaba quitándose pelusas del zapato. Quitarse las mentiras como pelusas describe muy bien lo que hace Sánchez. También se miraba mucho las uñas, como un Filemón pasota, o ponía morritos de asquito, o sonreía de perfil a los espejos que se imaginaba, o se pasaba la lengua por el mentón, como si quisiera tragarse una nuez entera, la de sus propias palabras quizá.

La táctica de Sánchez contra la oposición fue atacarla. Y la atacaba de una manera que me recodó mucho a Susana y, claro, a Chaves

La táctica de Sánchez contra la oposición fue atacarla. Y la atacaba de una manera que me recodó mucho a Susana y, claro, a Chaves: la oposición carece de legitimidad siquiera para tener razón en algo, ya que ha perdido las elecciones. Llegó incluso a humillar a Casado, y hasta a Rivera, con ironías cantarinas y meneonas, como de tabernera. A la vez, se quejaba de la dureza del discurso de la oposición. Su aceitoso cuerpo sólo acepta bálsamos y besos y leche de burra. Fue creciendo el ambiente de bronca, se sacó a Felipe, se sacó la corrupción, se sacaron a los muertos de ETA, y Teresa Jiménez Becerril tuvo que levantarse para recordarle que estaban pactando con sus herederos. A Sánchez, la verdad, se le veía muy sobrado y soberbio para estar dependiendo de si un cartón de tabaco llegó o no a la cárcel esta noche.

Sánchez cantinfleaba y examinaba a la oposición, mientras los que creen que hay presos políticos o que un señor con lazo amarillo en la pechera no tiene que responder ante la ley aplaudían con las orejas. Abascal, que bajó el tono y la altura de su pecho de palomo a pesar de empezar pidiendo la detención de Torra y ensartando insultos de espadachín (“mentiroso, villano, charlatán”), no se lo puso muy complicado a Sánchez. Y es que, después del “voto a Bríos”, a Vox se le desmonta con datos, que es lo que hizo Sánchez. Abascal siempre es útil para Sánchez, como derechona de barbería o como derechona que se muestra incluso más moderada que la derechita, cosa que Sánchez recalcó. Aunque Abascal dejó una gran verdad en la que el presidente quedaba atrapado: no tiene mucho sentido hablar de lo que ha dicho antes Sánchez, que puede ser lo contrario en cualquier momento.

Pablo Iglesias subió a la tribuna ya por fin desde el otro lado, mencionando mucho una patria de muchas erres, esa patria de cocotero y gorra de plato en la que creo que se inspira. A ese otro lado, Iglesias está aún más torero con la demagogia y la falacia. Dijo que la derecha no entiende a España y la acusó de usar el antiespañolismo. Pero no se trata de españolismo, no se trata del ricito de Estrellita Castro, se trata de la ley, de su cumplimento, de su respeto, de tener socios que son criminales y destruyen con sus actos y sus palabras la democracia. Iglesias usó el falso dilema, algo muy socorrido, que es como tener sólo dos bolsillos mentales. Por ejemplo, que haya que elegir entre corrupción y la ley. Se atrevió a recordar ese gesto reciente de Merkel al retirar una bandera alemana, para ilustrar que ningún partido puede representar a una nación. Lo hacía el vicepresidente in péctore como si nunca hubiera hablado en nombre del pueblo, y después de alabar las convicciones democráticas de los presos catalanes, que como sabemos no sacan banderas ni en los gorros de waterpolo. Luego volvió a decir lo del honor de caminar al lado del PSOE y se despidió con un “sí se puede, adelante presidente”, con ese vocativo sospechoso, como de guerrilla andina más que de Machado. Iglesias nos va a dar más juego que Alfonso Guerra.

Cuando Oramas, una de las embajadoras del nuevo regionalismo subastero, sorprendió diciendo que no apoyaría a Sánchez, en el Congreso, después de tantas horas, lo que había era ya una como calima que iba preparándose para ese claro de luna con Frankenstein que nos espera. La sesión demostró que todo estaba bastante más atado de lo que sugería el tambaleo de Torra, que Sánchez sigue siendo un presidente con sombrero de medio lado, que el nacionalismo turolense parece una viñeta de Forges, que Frankenstein es muy demócrata a la vez que ignora las leyes, que Sánchez estará comodísimo usando las ironías y las caídas de ojos hasta que otras elecciones lo pongan en su sitio, y que a la civilizada socialdemocracia no parece preocuparle tener un presidente que dice que las decisiones de la JEC responden a artimañas de la derecha. Pero también nos enseña que hasta los que están ilusionados con ese Gobierno flower, que se vende como una canción de Jeanette, o con un revival del 1-O con cobertura de vuelta ciclista en TVE, están pensando que Sánchez los puede traicionar. Ahora, serán ellos los que sufran insomnio. Pero mientras, Sánchez baila. Baila todo lo que tenga que bailar. Que le quiten, luego, lo bailado.

El presidente en funciones, el presidente in péctore, con la presidencia aún en el calcetín de gnomo de la Navidad, nos había convocado en el fin de semana de los Reyes, con legañas de espumillón, con cava chapoteado en los zapatos, un sábado temprano, entre barrenderos como elfos que se dan fuego y gente buscando churros. Pero la gente pensaba más en lo que pasaba en Cataluña que en el mal despertar de lechero, cuando iba llegando al Congreso como a una fiesta clandestina, con el frío raro de la hora rara. En los pasillos del Congreso, con ruidos y expectativas de carritos de hotel, se lo decía Pedro García Cuartango a Enric Juliana: no se trataba tanto “de lo que pasa aquí, sino en tu tierra”. Cuando sus señorías se iban acomodando, entre felicitaciones de año nuevo y bostezos tropezando con las alfombras, Laura Borrás se acercó a Rufián y cruzaron unas palabras como si intercambiaban contraseñas o planos guardados en un diente. Eso era lo importante, eso era la realidad, mientras Sánchez hacía su entrada como un Rey Mago en barco o como un boy que había traído Calvo de la mano.

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