Pedro Sánchez se ha atrevido a meter en el mismo decreto, en la misma atmósfera y en la misma emergencia al virus españolista, al virus catalán y al virus vasco. Ya dijo la consejera de Salud catalana, Alba Vergés, que su brote era “especial, diferente, que no tenía nada que ver con la situación que vive el resto del país”. Urkullu ya tenía al coronavirus peleando contra la romanización, estoy seguro, pero lo de Cataluña es otra cosa. El catalanismo es inclusivo, es acogedor, y si puede integrar a la morería andaluza, seres “destruidos” según Pujol, por supuesto que puede asimilar a un virus que es extranjero pero tiene azures escandinavos, y arios cuernos vikingos, y sabe mostrar misericordia en la cercanía genética.

El virus manda a los madrileños “de Madrid al Cielo”, como se rio Ponsatí y aplaudió Puigdemont, pero a los catalanes los manda mejor a la Barceloneta, a hacer esculturas de Isla de Pascua en la playa, con sol de papel de aluminio, y a patinar con riñonera, como enseñaban las fotos de Efe. Torra se mostraba en desacuerdo con el estado de alarma por una cuestión de competencia, de jurisdicción y de lindes, que lo suyo siempre es así. Exigía medidas más drásticas, más contundentes, pero sólo se refería a que Cataluña se cerrara, a que se quedara por fin en su propia burbuja, y esta vez una burbuja científica, indiscutible, más allá de la política, como la de una base lunar. Pero todo era más por contaminación castellana que por la contaminación del virus, porque ya veíamos el ambiente de sambódromo que había por allí luego. Torra pedía cerrar Cataluña y Madrid sólo para confirmar con la grieta de un gran cráter o una gran falla su frontera imaginaria, su frontera de velcro sentimental.

Torra mira el virus y le parece un suvenir, con ese algo afilado pero arenisco de rosa del desierto que tiene. El virus tiene su cosa china de gran muralla, su cosa coreana de garabato luminoso, su cosa madrileña de clavel estallado, y también su cosa catalana de sombrerito de Marta Ferrusola. Ni lo de Cataluña ni lo del virus se puede encarar prescindiendo de su filiación no ya sentimental, sino científica. A eso se negaba la derechaza pero ahora también se niega Sánchez, que después de un día de zozobra y pequeñez (se le veía diminuto y ahogado como un paramecio en la gota de su tintura), ignoró toda la genética del virus y toda la genética de los pueblos e instauró un mando único y como zaragozano, igual que el de una Virgen generala, bajo el que quedaban la nación catalana y la nación vasca y el virus obligado a ser franquista.

Torra mira el virus y le parece un suvenir, con ese algo afilado pero arenisco de rosa del desierto que tiene

Sánchez nos ha encerrado en casa y en el cajón de las verduras del frigorífico, y uno diría que es un reacomodamiento no sólo físico sino espiritual. En casa estamos como el monje que pelea solo en su celda, pero a la vez junto con los demás monjes, contra su demonio invisible y sus plagas milenaristas. Las fronteras ahora parecen estar en los semáforos, con su perspectiva de aduana y su resol inalcanzable de espejismo. O no están, no hay fronteras como para el monje con el alma volandera. Las naciones son ahora cosas demasiado grandes, o al revés, demasiado pequeñas, cuando un metro de distancia o una boca cercana son todo un universo, todo un ecosistema, todo un vértigo, como al asomarse al microscopio. Pero, más que nada, a uno le parece más práctica esta profilaxis en corto, esta distancia de estanco que tiene ahora el mundo, este ahogar al virus en tus calcetines gordos, que lo que pide Torra, cerrar los aeropuertos y tapiar túneles para que luego el barcelonés pasee hasta la horterada del Hotel Vela lamiendo helados como pies colonizados por coronavirus.

Aunque tarde, muy tarde, y también muy caro, cosa que se le notaba en su rostro marmóreo ya como el del Tenorio cementerial, Sánchez ha tomado las medidas adecuadas. Al menos contra el virus, otra cosa será la economía. Pero hay algunos a los que no les está invadiendo ni el virus ni el vértigo ni la muerte, sino, igual que siempre, sólo el enemigo españolista que usurpa sus competencias, les roe el alma y les quita el pendón verbenero del balcón. O sea, que todo esto es “un 155 encubierto”. Y la pandemia es una excusa contra sus muñecotes amarillos y contra la soberanía de sus campanarios, sus tocones sagrados y sus alcaldes con vara de cabrero. Y la guerra sigue siendo la misma y por eso hasta los muertos de Madrid cuentan para sus miserables victorias.

El virus nos hace darnos cuenta de que el vacío no está vacío y de que todo el mundo que importa es ése que se respira o te quita el aire alrededor. Las calles sin gente y sin ruido, las calles submarinas de sol o de luna, parece que nos extraen el aire del pecho como con una cánula, tal es la dimensión de irrealidad, tal es el mareo. Las naciones quedan lejos, como montañas de dioses egoístas y falsos. En ese silencio y en ese vacío, la patria vuelve a ser sólo tu carne y tu amor y tu cerebro. Todo se ha agrandado en distancias o se ha recogido en lo importante. Salvo para los que siempre han tenido el mismo tamaño ridículo de mundo, de corazón y de cerebro. Ahora, un pequeño virus contagioso y aciago les mide definitivamente la política y la moral igual que la calavera.