Sánchez va encontrando las medidas igual que unos calcetines perdidos: ya tarde, desparejados y azarosos. Pero no termina de encontrar la épica ni la heroica, esas como sinfonías de Beethoven que le salían a Churchill con mal genio y naturalidad, como le salían a Beethoven las sinfonías. A nuestro presidente figurante, sin embargo, le quedan unos bandos silbantes, lamentosos y más patetizados que emotivos. En plena guerra marciana contra el virus, Sánchez aún parece motivarnos como un animador de crucero para una carrera de sacos o una competición de limbo, con aspavientos y cucamonas ñoñas que ya no pegan con la edad aunque vayan con el cargo. Hablarles directamente a los niños para que hagan caso a los padres y se laven las manos es una cosa más de Peppa Pig o de familia Telerín que de hombre de Estado. Y es que el hombre de Estado ya tiene voluntad de Estado, mientras que a Sánchez le ha llegado el virus, le ha llegado la necesidad de gobernar y de tomar decisiones de verdad, y le ha llegado el Estado, en fin, en mitad de unas vacaciones fotográficas y retóricas.

Sánchez no ha dado el discurso de Churchill de determinación y sacrificio, sino el discurso de Sánchez de necesidad hecha virtud y tartamudez emocional. Yo no creo que Sánchez quiera ser Churchill, sobre todo porque Churchill era un ambicioso de historia más que de poder y la guerra le vino a la medida, como su chaleco o su cadena de reloj, que era igual que una cadena de colegiata alrededor de su cintura. Sánchez, en cambio, se ha encontrado una guerra en mitad de una campaña de venta de sí mismo y del país; una guerra que negó, esquivó y parcheó sucesivamente, y en la que ahora hace como de capitán de barco recién despertado. Las medidas eran previsibles, no se podía hacer menos de lo que ha anunciado, sobre todo a estas alturas. Pero hacer lo mínimo que uno puede hacer (que pregunten a los autónomos), y además tarde, no te convierte en líder ni en titán. Lo que ocurre es que venimos del Sánchez de antes de la peste, del Sánchez de la posverdad y del trifachito, con la lógica abolida y con enemigos de tebeo, y a poco que hace cosas medibles y sensatas se nos convierte en un Churchill del Estu.

Hablarles directamente a los niños para que hagan caso a los padres y se laven las manos es una cosa más de Peppa Pig o de familia Telerín que de hombre de Estado

 Sánchez no quería estar aquí, en este momento no ya de los héroes sino de los adultos, en esta hora de realidad apabullante e inaplazable. Esa desubicación se le notaba más al principio de la crisis, cuando salía a hablar con un pánico de particular y una palidez de recluta. Pero recuerden que la primera medida, cuando Sánchez se puso al frente, fue aquel vídeo musical como de los Windsor con chimenea o de Lopera reunido. Es decir, que Sánchez ha ido pasando del folleto de sofás de la Moncloa al desconcierto y luego al agobio, y ahora intenta un ensayo de estadismo de compostura y firmeza, como un presidente que hiciera Morgan Freeman.

 Sánchez ya les parece Churchill pidiendo “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, o les parece un marine con el portaviones recién planchado. Pero el Pedro Sánchez que conocimos, el que era capaz de decir cualquier cosa y la contraria haciendo que sonara igual, como cuando te hablan esos aspiradores modernos; el Zapatero forzudo y el Kennedy de jardín, el que susurraba a los pobres y a los periodistas como a pollos que quisiera echar luego a la olla; ese Sánchez sigue ahí. “El enemigo no está a las puertas, penetró hace tiempo en la ciudad”, nos dice, como si él no hubiera sido el guardián de esas puertas todo el tiempo. Ahí está el Sánchez de siempre. “Aunque nos abrumen las cifras de contagio, resistiremos”, como si fuera una cuestión de voluntad. Sí, el Sánchez de siempre, al que sólo le falta decirnos “sí se puede” (la izquierda ya es sólo fe). Lo de “resistiremos” lo utilizó de estribillo, con cadencia, como suena en nuestros balcones cantado por el Dúo Dinámico. Ahí, en ese usar las palabras como nana, como manteca y como pellizco, está el Sánchez de siempre. Y está cuando no sabemos si le ha saltado o atorado el autocue o no, porque llevaba repitiéndose ya un rato, con una tenacidad que seguía pareciendo sólo súplica y un infantilismo fatigante, como Torrebruno.

Sánchez no se ha hecho de repente estadista de águila calva, ni Churchill de Chueca, ni Capitán Trueno del progresismo. Sánchez sigue haciendo lo que mejor sabe, sobrevivir, adaptarse. Resiliencia hasta en el fin del mundo. Igual nos emociona con la bandera que con la plurinacionalidad, igual con la herencia obrera que con un discurso de meteorito. Por eso no se le va su tono tambaleante o rumoroso, incluso cuando pretende ponerse heroico. Recuerden que la resistencia está en el frontispicio de su propia autobiografía fingida y encargada. Pero lo peor de esa actitud resiliente a toda costa, y por tanto mudable y egoísta, es que siempre le hace ir por detrás, esperando a ver qué pasa para saber qué gesto o qué realidad tiene que componer para seguir vivo. Ahí está el Sánchez de siempre, por detrás de Torra o por detrás del virus.