“La mano no… Justo la mano no”. El vídeo de Irene Montero termina así, con el repelús del virus en la mano, como un moco. Ni siquiera la voluntad de seguir haciendo política puede anular del todo el miedo y el asco, que tocan el cerebro como un palo lleno de insectos. Hubo manifestación, pero a la ministra se le quedó la mano mojada de miedo y el sueño comido por colmenas. Por eso lo suelta al día siguiente, en una confesión casi terapéutica, y eso se nota en el lenguaje no ya coloquial sino íntimo, de noche de amigas en pijama. El asco a los besos, el terror inaudito de una mano sobre un niño, la mano no, la mano no, como si contara una pesadilla. Eso es lo que nos dice el vídeo, que la política se impuso al miedo pero ella no podía contarlo.

A Montero la han pillado como a un torero temblando, pero eso tampoco se puede decir, así que se afirma que el vídeo no trae ninguna novedad, que las mismas asociaciones feministas reconocieron que el bajón en la asistencia fue por el coronavirus, que ella sólo cuenta que el Gobierno seguía criterios médicos… Lo decía Ferreras, que se preguntaba: “¿Cuál es el problema?”. El problema es el final del vídeo, el asco, el espasmo raquídeo de Montero recordando la repugnancia de los besos en los ojos y las manos todas como enguantadas de araña a su alrededor. Viendo el final nos damos cuenta de que el resto del video sólo era la manera de llegar a ese alivio de despegarse el miedo de la cara.

El miedo y la científica seguridad gubernamental no pueden sostenerse a la vez

Lo revelador del vídeo no es que se reconozca que la asistencia a las manifestaciones estuvo mermada por un miedo que podía ser neurótico o perezoso. Las asociaciones feministas no tenían ahí, pues, más que otro culpable de recurso, como lo pueden ser el macho de pasodoble o el guardia de tráfico. Lo revelador es que el miedo lo tenía una ministra del Gobierno. Es ese miedo de una ministra, vicepresidenta consorte, y no el del personal que lo mismo ese día se ha guiado por el horóscopo o por el cuponero; ese miedo que avala el de los demás, pero que sobre todo es un miedo del propio Gobierno; ese miedo que a pesar de todo no le impide continuar con sus prioridades políticas, ese miedo es el que hace explosivo el vídeo. El “no lo voy a decir” no es compatible con ese “¿cuál es el problema?” que soltaba Ferreras encogiéndose de hombros como si lo hiciera un busto del Monte Rushmore. Ni es compatible con ese “en realidad no ha dicho nada” que han enarbolado otros. El miedo y la científica seguridad gubernamental no pueden sostenerse a la vez. Por eso llega a recalcar: “Me cierran el ministerio”.

El vídeo no avala la versión del Gobierno, sino que la contrapone a la realidad, esa realidad en la que ella se ve hundida hasta los cabellos, que diría Lorca. Montero menciona la buena comunicación del Gobierno, “basada en datos médicos” o en “no tomar decisiones por el sentimiento un poco de pánico generalizado que ya hay…”. Pero ella proporciona algo que basta para destrozar esa ficción, y es el miedo, la sensación de peligro que a lo mejor siente la gente pero que sobre todo siente ella, una ministra del Gobierno. El miedo la coloca fuera de la versión oficial, bien porque duda de ella, bien porque sabe de primera mano que no es cierta.

Termina justificando que el interés político se colocara por encima no ya de la ciencia, sino del sentido común

No lo va a decir pero lo dice, como si necesitara sacar su asco igual que quitarse una cucaracha del pelo. Y por ese camino por el que Montero va intentando sacarse el miedo como ojos de encima, menciona otra clave: la supuesta inutilidad de las medidas “superdrásticas” que han tomado ya otros países (el “superdrásticas” mide más la magnitud de su angustia que de su pijerío o su mocerío). Es clave, primero, porque desmiente que reaccionáramos antes que los demás. Y, segundo, porque es lo que termina justificando que el interés político se colocara por encima no ya de la ciencia, sino del sentido común. Si se dice que ni las medidas más severas sirven para controlar el virus (¿puede ser eso lejanamente científico siquiera?), no es que el riesgo del gentío sea asumible, es que es irrelevante. Y no se para la política por algo irrelevante. Sólo después de esta exposición, cuando dice “pero en verdad creo que sí”, puede hablar ella de ese miedo de manos por la cara y lenguas en la nuca que la empantana y que desmiente poéticamente todo lo anterior.

Este 8-M fue menos populoso porque ya había miedo, pero lo importante es que el miedo lo tenía más que nadie una vicepresidenta del Gobierno, que iba en la manifestación como dentro del estómago de un bicho, viscosa y condenada, viendo la digestión de España que empezaba el virus. “La mano no… Justo la mano no”. Tenía tanto miedo que al día siguiente todavía sentía picores, notaba besos hasta la sangre y veía hormigas por su brazo y por las cunas. Eso es lo que nos cuenta el vídeo, que Montero estaba acojonada pero la decisión política ya había sido tomada. Y eso, por supuesto, es lo que no se puede decir.