La situación en esta guerra provocada por el dictador Vladimir Putin con su invasión de Ucrania no hace más que empeorar con los días.

Ayer no sólo no se pudo realizar la evacuación de civiles a través de los corredores humanitarios pactados porque las fuerzas rusas de ocupación no dejaron ni un sólo momento de bombardear las zonas, sino que Putin ha advertido que las sanciones económicas que la Unión Europea, el Reino Unido y los Estados Unidos han impuesto a Rusia como repuesta a su invasión de Ucrania “son como una declaración de guerra”.

Al mismo tiempo, sucede que el presidente ucraniano, Volomídir Zelenski urge a la OTAN a establecer una zona de exclusión aérea sobre Ucrania, cosa que los miembros de la Alianza Atlántica no están dispuestos a hacer porque, como muy bien explica su secretario general, Jens Stoltenberg, “nosotros no somos parte de ese conflicto. No vamos a entrar en Ucrania ni con tropas ni con aviones en el espacio aéreo”. “Entendemos [su] desesperación", dice Stoltenberg, “pero si hacemos eso, acabaremos teniendo una guerra total en Europa, generando más sufrimiento”.

Intentan evitar la Tercera Guerra Mundial, pero la Tercera Guerra Mundial ya ha empezado"

Pero desde el gobierno ucraniano, sometido a un acoso brutal y a la destrucción generalizada de sus instituciones y de sus ciudades, esa posición no se entiende y se rechaza con angustiada vehemencia: “Intentan evitar la Tercera Guerra Mundial”, reprochaba ayer a la OTAN uno de los miembros ucranianos del equipo negociador con Rusia. “Pero la Tercera Guerra Mundial ya ha empezado”, asegura.

Tiene razón, o la tiene al menos por el momento, el secretario general de la Alianza Atlántica porque todavía existe la posibilidad de conseguir que esta guerra injusta, unilateral, ofensiva, arbitraria y sin provocación alguna que la pudiera justificar mínimamente, no termine degenerando en esa tercera guerra mundial que el mundo entero teme y que en el caso de los ucranianos ya ha comenzado para ellos. Ése es el hecho trágico al que se enfrentan desde hace 10 días sabiendo que sus posibilidades de salir militarmente victoriosos no existe.

Se comprende la desesperación del presidente Zelenski cuando ayer, en una dramática intervención reprochó a la Alianza la prudencia de su comportamiento: “Todas las personas que mueran a partir de hoy morirán por vuestra culpa, por vuestra debilidad, por vuestra desunión”.

Esas sanciones van a estrangular de tal modo la economía rusa que el dictador se empieza a ver en un callejón sin salida

Y, sin embargo, se trata de no entrar plenamente en la espiral de locura hacia la que Putin parece querer empujar a Occidente. Sus amenazas en el sentido de que ha dado orden para poner en alerta el armamento nuclear ruso, su comentario de que las sanciones económicas son como una declaración de guerra, dan la impresión de que, en efecto, esas sanciones van a estrangular de tal modo la economía rusa que el dictador se empieza a ver en un callejón sin salida y busca a la desesperada elevar el precio de la apuesta.

Es evidente que el ejército ruso va a invadir Ucrania entera aunque también parece claro que la población ucraniana va a seguir durante mucho, mucho tiempo, hostigando al invasor y no cediendo en la defensa de su patria.

No están en absoluto fuera de lugar los comentarios que recuerdan la guerra de guerrillas que se desató en la España invadida por las tropas de Napoleón y que finalmente consiguió, a costa de muchos miles de muertos y de incontables penalidades, la expulsión del invasor. Es probable que eso se reproduzca en la Ucrania ocupada durante los próximos años.

Pero Occidente está puesto en razón al no querer intervenir más allá de lo que lo está haciendo en la guerra de Ucrania contra el invasor ruso. Porque lo que se intenta evitar es precisamente un conflicto de dimensiones universales que traería consigo una auténtica hecatombe para la humanidad.

Es cierto que la debilidad y la falta de consistencia política y geoestratégica de las democracias occidentales están en parte en el origen del conflicto que ahora nos suspende el ánimo. 

Pensar, como se pensó en esta parte del mundo a partir de 1989 con la caída del Muro de Berlín y mucho más en 1991 con la implosión de la Unión Soviética, que el enemigo de la Guerra Fría había dejado de existir y que a partir de aquél momento se abrían todos los cauces para establecer relaciones comerciales sin límite con Rusia hasta el punto de cerrar acuerdos que convertían a los países de este lado del antiguo telón de acero en dependientes de los suministros rusos fue -se demuestra ahora- de una ingenuidad culpable.

Esa situación se ha dado ahora la vuelta gracias a la respuesta firme y unitaria de la Unión Europea y Estados Unidos y a las sanciones económicas

Esa frívola alegría del “capitalismo triunfante” y del “ya no hay más que una potencia en el mundo, que es EEUU” había venido colocando hasta ahora a las democracias occidentales en una situación de intercambio comercial sin límite con la Rusia de Putin que las convertía en progresivamente dependientes.

Afortunadamente, esa situación se ha dado ahora la vuelta gracias a la respuesta firme y unitaria de la Unión Europea y Estados Unidos y a las sanciones económicas que, eso sí, con un altísimo coste para las economías occidentales, se ha logrado poner a punto en un tiempo récord y con un grado de cohesión desconocido hasta hoy. 

Pero no ha sido sólo la insensata convicción de que, caídos los muros, todo el monte iba a ser orégano para las grandes y medianas compañías occidentales a las que se abría un mercado extraordinariamente prometedor.

También occidente ha mirado para otro lado cuando el dictador Vladimir Putin ha llevado a cabo guerras como la de Chechenia, que concitó duras condenas internacionales pero que acabó con la restauración del control ruso sobre el territorio. Nada sucedió tampoco cuando Putin provocó las revueltas en la ucraniana Crimea que acabaron con un referéndum de independencia y un tratado por el que la península de Crimea se unía formalmente a la federación rusa. Y así en multitud de ocasiones.

El dictador ruso ha visto repetidas veces como Occidente se replegaba y buscaba negociaciones por la vía diplomática de modo que quedaran a salvo sus otros acuerdos, los comerciales, que producían incontables beneficios económicos a sus empresas.

Por eso pensó que esta vez sucedería lo mismo, que Alemania seguiría en silencio a cambio de recibir el gas que calentara las casas de sus ciudadanos, que las grandes multinacionales permanecerían cómodamente instaladas en sus altamente satisfactorias cuentas de resultados y que en Europa cada miembro seguiría la política que más le interesara particularmente. En definitiva, que actuaría tan desunida y, en consecuencia, tan débil, como de costumbre. 

Pero esta vez las cosas no han sucedido como Putin tenía previsto y la respuesta ha sido totalmente inesperada para él.

Lo cual comporta también el riesgo cierto de que, sin haber podido contar tampoco con el decidido apoyo de China para ayudarle a sobrevivir al cerco económico que se cierne sobre su país, no acabe optando por buscar a la desesperada una confrontación del más alto voltaje imaginable.

Desgraciadamente, eso no se puede descartar ahora mismo.