Habrá que esperar a que Pedro Sánchez se ponga un gorro con cuernos de bisonte o un sombrero de vaquero de feria, grande y como de goma, como de hincha de los Dallas Cowboys o de bombero torero, para así sentirnos por fin concernidos por la devaluación de nuestra democracia. Hay que vestirse de dictadorzuelo como el que se viste de monja con cornete o esto no cala, porque un presidente con traje berenjena y sonsonete de seminarista, como un galerista del Soho, no puede estar arrasando el Estado de derecho ni la división de poderes. Yo no me preocuparía por el Tribunal Constitucional ni por lo demás, porque no tenemos a un dictador con chorreras de mariachi, pasamanería de macarrones ni bigote de cenefa. Podemos estar tranquilos mientras Sánchez va ocupando todos los poderes del Estado y haciéndole un Código Penal a medida a sus socios delincuentes, que si nuestra democracia peligrara ya lo habríamos visto anunciar por la Castellana, con la carroza de Sánchez precedida por inquietantes y viriles soldados ejecutando bailes turcomanos.

Sánchez no es, ni tiene que ser, un dictador con pistola de oro ni con gorra con capitel ni con poncho andino, que es lo que parece estar esperando el personal, que un día aparezca disfrazado de dictador balconero como Emilio Aragón. No hace falta ser un dictador con voz y flama radiofónica de falangista (como la que usaba Iñaki Anasagasti en los buenos tiempos), ni siquiera hace falta ser un dictador, sólo un mal gobernante, en fin, para hacer daño a la democracia o acabar con ella. Llamar dictador a Sánchez a uno le parece regalarle el palacio estucado que no tiene y la defensa fácil (acoso y victimismo) que no se merece. Pero tampoco puede estar uno ahí mirando sus maniobras en el TC y en el Código Penal como si se mirara un juego palaciego de la gallinita ciega. Ni confiando en que llegarán tiempos mejores, como parece estar haciendo Feijóo, que espera las aún lejanas elecciones sin hacer apenas política, como una muchacha antigua esperaba la boda sin hacer apenas vida.

A Sánchez no lo podemos llamar dictador, sólo está recorriendo, como un novio por interés con traje berenjena, ese camino de vanidad, hipocresía y ángeles pisoteados del político sin escrúpulos. Sánchez está usando todo lo que tiene a mano, desde sus brigadas de propaganda a los agujeros y ambigüedades de las propias leyes, para asegurarse seguir en el poder, y aunque esté siendo brillante en esto, no se puede decir que sea original. Aquí todos han querido meter mano y sentar culo en las instituciones, en los tribunales, en los organismos, en las televisiones, en la prensa y en la sociedad, así que el PP quizá sólo está acusando a Sánchez de hacer trampas mejor que ellos. El TC no temblaría ahora como una lámpara de araña si el PP hubiera impulsado en su día las oportunas reformas, pero lo acuciante ahora no parecía necesario entonces.

La diferencia con Sánchez no viene tanto de los métodos, rastreables e identificables desde Felipe González o desde Roma, sino de los objetivos. El político sin escrúpulos, dispuesto a todo para seguir bamboleándose floralmente en su traje berenjena como una dama de honor repolluda, esta vez depende de socios, de partidos, de ideologías que no es que quieran reformar la Constitución, sino que no creen en el imperio de la ley, en la separación de poderes, en la ciudadanía como fundamento de la igualdad y la libertad, solo en el poder entendido como arbitrariedad legitimada por mitologías de la identidad. La izquierda posmarxista y los nacionalismos sediciosos están fuera de la civilización política, y ahí nos arrastra Sánchez cuando los contenta, a las leyes de la tribu, a los pactos enfermizos e interesados entre ancianos, popes, generales o dioses salvajes. Ya hay lugares donde la ley no rige, en Cataluña, en el País Vasco o en las burbujas sociales, sentimentales o ideológicas que declare Podemos (o lo que pueda quedar de Podemos). Y ni siquiera ha hecho falta, para llegar a esto, tomar el TC con ministros de Sánchez con tipito de panadero y con esbirros de Moncloa con currículo de dar taconazos prusianos.

Sánchez, al menos de momento, no es un dictador con correaje de braguero ni pechera numismática ni pinacoteca de caballos y plumeros, aunque vaya siempre con correaje de braguero, pechera numismática, pintor de cámara y estatua ecuestre. O sea, que no es un dictador, sólo es un político vanidoso y sin escrúpulos que depende y seguirá dependiendo de enemigos declarados del Estado. No me refiero a enemigos de una España aherrojada en la tradición o en la eternidad o siquiera en la Constitución como en el sepulcro del Cid, sino a enemigos del propio concepto de democracia moderna. Contentarlos nunca podrá ser bueno, pero poner a su servicio el TC, donde se hace la exégesis de ese endeble libro con temblor y color de estampita que nos separa de la tribu, eso sería irreparable. Sánchez no necesita ser un dictador de sable con pompón, y aun así se puede cargar la democracia. Vestir de dictador a Sánchez parece una solución de té de muñecas, que yo creo que Sánchez destruiría la democracia antes por temerosa necesidad de supervivencia que por ejercicio de voluntad y autoritarismo. Pero tampoco se puede uno quedar mirando, esperando a que bajen los ángeles como en aquello de Delibes, que al final no bajan. Feijóo debería plantear una moción de censura, por hacer algo al menos. Lo demás, o en los demás, ya digo que es regalarle a Sánchez el palacio que no tiene y la defensa que no se merece. Pero en Feijóo la moción uno la ve como una obligación, no ya lo único que puede hacer mientras bajan o no los ángeles, sino algo que tiene que hacer, siquiera para que se le oiga y se le vea como algo más que un señor que va y viene desde dentro de su jersey o de los periódicos como de la cama, de la ermita o del horóscopo.