Pedro Sánchez en los Goya parece que se ha puesto esmoquin de El golpe, para pegárnosla entre ganchos y primos alquilados. En nuestra fiesta del cine suele haber más trapo y política que cine porque aquí siempre nos ha interesado más el trapo y la política (como oficio y como engaño) que el arte, que no interesa a nadie. Hasta los actores y directores parecen gente que está la mayoría del tiempo haciendo otras cosas, discursos, amonestaciones, ayunos, obra mística o misionera (Antonio de la Torre va siempre como con hábito de saco, cordoncillo, sandalia y perrete de escudilla, salga donde salga). Yo creo que las películas, al final, se las hacen ángeles, como las labores de san Isidro, y que ellos sólo se dedican a fabricar conciencia, culpa, purgatorio y aureolas, grandes aureolas más de sambódromo que de santidad. Son tan apostólicos que si se ponen a hablar sólo de cine nos parece sospechoso, como esos espías que se ponen a hablar del tiempo en Sebastopol o del vuelo de la mariposa en Shanghái.

En realidad a casi nadie le preocupa el cine, ni el arte, que hasta los artistas lo confunden con su Tíbet particular, su confort particular y hasta su ojete particular, místico y floreado como un mandala. Más que con los Goya, nuestros pequeños Óscar con falleras y labriegos, con sus actrices envueltas en mantos de Murillo y sus actores envueltos en barreduras de barbería de Brad Pitt, el cine tiene que ver con la atmósfera podrida de Garci o el ojo podrido de John Ford, atmósfera pervertida y ojo pervertido, creo que diría Žižek aquí, porque el arte es la perspectiva pervertida del artista. Si no tuviera esa perspectiva pervertida, no sería artista sino funcionario de Correos o del ayuntamiento, o beato de la parroquia, como parecen muchos del mundo del cine, que están entre azafatos y mormones, muy cargantes, repetidos e intercambiables. El cine es más perversión que moral, más juego que realidad y más estética que sermón, pero justo por eso una tetera hirviendo de Ozu puede tener más fuerza que todo el drama social de las tomateras de nuestros pueblos. Y Berlanga sigue siendo más subversivo que Fernando León de Aranoa. Nosotros lo que tenemos es mucho obispillo del cine, que es otra cosa.

En los Goya uno se pone a ver trapos o se pone a ver política explicada por majorettes o por chóferes de limusina, que es lo que parece a veces la política en manos de los actores. Me refiero a que los actores no son más intelectuales ni más decentes que los tramoyistas o los locutores, que de eso se trata, de moverse uno más o menos como un mueble o de hablar con la voz irreal con la que no habla nadie (ahora los actores interpretan susurrando, hasta gritan susurrando). Sin embargo, alguien les ha dicho que son intelectuales y que son ejemplo, que es más o menos como si se lo dijeran a los futbolistas. Así que nos quedan los trapos, esa cosa de boda de Sergio Ramos, y la política, un poco también como la política que nos pudiera contar Sergio Ramos. Nos queda esto porque el cine está en el cine, como la taquillera, o en la estantería, como el polvo, o entre las constelaciones, como el trasatlántico de Amarcord, o está guardado todavía detrás del ojo podrido de Ford o de Trueba o de alguien, ya digo. En los Goya lo que salen son monaguillos con pajarita o damas de beneficencia con el Goya como un gran sombrero plumífero.

Berlanga sigue siendo más subversivo que Fernando León de Aranoa. Nosotros lo que tenemos es mucho obispillo del cine, que es otra cosa

Trapos y política, que siempre nos ha interesado más que el arte, que es una cosa como de tísicos que no le gusta a nadie salvo que termine en exceso o escándalo. El mismo Mario Vargas Llosa llegó al Nobel, y hasta a la Academia Francesa, así vestido de mariachi, convencido de que había que quitar los adjetivos y de que bastaban dramas de palangana y dramas de su tiempo y de su pueblo, como esos cronistas de campanario y cocido de los pueblos. A lo mejor Vargas Llosa tiene razón, y es mejor quitar los adjetivos cuando uno no sabe ponerlos, y colocarte una casaca rococó antes de que te salga un párrafo rococó que no te sale, y centrarte en la política y la etnografía que te rodea más que en la prosa que no te brota. Los Goya son nuestros Óscar de camareros, nuestros Nobel de la vendimia y nuestro hipódromo de ministros, y quizá es mejor que los sigamos viendo así, todo trapo y política, no tengamos que ponernos a hacer del arte un asunto nacional o una vergüenza nacional.

En los Goya como en la vida, el cine español premió nuestra paciencia infinita de siempre, nuestros muertos enrejados de siempre, nuestro traje de dama de honor guardado de siempre, y nuestro cine que, aunque sea bueno, parece pequeño siempre, esa pequeñez que se basta con lindes y cocinillas sangrientas e íntimas. Pero ya digo que en los Goya no estaba el cine, sino trapos y política como en un contenedor de metacrilato de trapos y política. En el año de la guerra, del sí es sí, del perdón a la malversación y a la sedición, se mencionó un par de veces la sanidad pública con guiño ayuser y el Sáhara con sonsonete de marcha a Rota (yo fui varias veces a hacer la crónica con cantimplora, que es un género periodístico en sí mismo, y se te queda el sonsonete de cencerro y de drama rural y universal a la vez, como el de la vaca Margarita de Alcarrás). Fue poca política, o sea mucha política por negación, por concesión, por sublimación o por sustitución.

Con Pedro Sánchez con esmoquin de apostador, con Irene Montero con un fotocol lleno de Elisas de la Complu o algo así, con Yolanda Díaz haciendo crítica de cine más o menos como el cine hace crítica política, con Feijóo y Juanma Moreno como invitados a El guateque de la izquierda, el cine se reivindicaba política y la política se reclamaba espectáculo, todo lo contrario de lo que debe ser a menos que uno se vuelva beato y cínico. La verdad es que parecían todos figurantes de un timo, con traje prestado, desmayo con ojo guiñado y sangre en bolsitas.