Sánchez nos va a fastidiar también este verano, como nos ha fastidiado todos, la verdad, sea con el bicho, con la inflación o con el abanico. Recuerdo cuando Sánchez proclamaba el verano despidiéndose del virus y de nosotros como desde una lanchita, y ahí nos quedábamos en la orilla, con el virus, con el calor, con la crisis, con la asfixia, con el miedo, y ahí quedaba España mandada como por un cabo de guardia y un voluntariado de piscinas. En los veranos, Sánchez desenchufaba el virus igual que el aire acondicionado, o nos regalaba corbatas para que nos aliviara quitárnoslas (una liberación como la de la mujer con el histórico sujetador armadura), que ya si eso nos veríamos en septiembre, cuando Sánchez volvía oliendo a nuevo, como a lápices de colores. El verano de Sánchez era sagrado, y si había que declarar la nueva normalidad se declaraba, que verlo en los rompeolas nacionales, como una sirena lavada a la piedra, era cuestión de moral nacional. No era tan sagrado, sin embargo, el verano del españolito, que se lo pasaba sudando solidariamente, rebuscando calderilla y, ahora, votando en julio igual que vendimiando en julio.
El españolito, que no tiene más verano que el que le ordena Sánchez, va a tener que votar el 23 de julio, una fecha puesta ahí como una etapa del Tour de Francia, para sudar empinada y lentamente, llevando nuestra papeleta como una papeleta de los Picapiedra en mitad de las vacaciones, de la modorra o del calambre. Iremos a votar a nuestros colegios de hojalata donde ya se nos cuecen en periodo escolar los maestros, los niños, los ríos de España y los romanos con su cerámica, y donde no sé si nuestras urnas aguantarán sin derretirse en las dos dimensiones de su sombra y nuestros vocales de mesa aguantarán sin que se les derritan las gafas de cordoncillo. Iremos un poco descolocados y un poco desvestidos, como si de repente votáramos en Cuba, y creo que más solidarios en el trance también, con esa solidaridad de los cruceristas, anticipando siempre la de los náufragos. Y, desde luego, iremos acordándonos de Sánchez, que parece que nos ha suspendido el curso, que nos ha suspendido en sanchismo y nos tocan unas elecciones como unas vacaciones Santillana. Hasta el que vote por correo sentirá cierta aprensión durante su descanso, como el que ha dejado las cosas bajo la sombrilla. En cualquier caso, sudaremos otra vez por Sánchez y por decreto.
Vamos a sudar a Sánchez hasta el final, como hemos sudado la fiebre inquieta, los pactos bochornosos, las leyes aciagas, la guerra de Ucrania, la factura de la luz o el precio del café con leche con sudor de parado como de condenado a muerte. Vamos a sudar a Sánchez hasta el final, hasta que se vaya como un autobús que hemos tenido que arrancar empujando, que yo diría que Sánchez está pidiendo que lo saquemos de la arena y de la vista como un cachalote varado. Tiene algo de prueba final, de esfuerzo final, casi de vídeo olímpico, eso de sudar a Sánchez o sudar la democracia hasta el último momento, yendo a votar como entre brasas o entre llamaradas, como en una ceremonia masónica. Y también tiene algo de distinción moral, la España que suda, que no deja de sudar por el precio de la luz, porque es su deber o porque es su sino, contra ese presidente que nunca sudó, que no sudaba ni con las mentiras ni con la traición (ese sudor moral, simbólico, del que hablaba Roland Barthes).
Iremos a votar con fastidio, con cantimplora, con manguitos, con los sobres en la mano como dos chanclas calientes, con la sonrisa de Sánchez a lo lejos como recordatorio o amenaza, igual que la aleta dorsal de un tiburón. Iremos a votar regresando en julio como un soldado arenoso, machacado y esperanzado de Dunkerque, o iremos a votar todavía atrapados en el verano de la ciudad, caminando entre sargazos de alquitrán, con el sol dejando esparcidos y aplastados, como latas de refresco, a la gente, a los árboles y a los coches. O no iremos a votar, que yo creo que Sánchez confía en nuestro cansancio vacacional, que el cansancio del verano, con su peso de señor gordo en la tumbona, todavía con la mano de cinquillo en la barriga, pueda más que el cansancio por él. Nunca había ocurrido esto, votar en julio cuando la mitad del país está de vacaciones y la otra mitad, aunque no esté de vacaciones, está a la sombra del botijo y de la mosca, que dan más sombra que un platanero de sombra. Pero tampoco habíamos tenido nunca un presidente con estas necesidades de fastidiar para salvarse, de ahogarnos a los demás para salvarse, no ya en verano sino todo el año. Sudaremos un poco más a Sánchez, que el presidente yo creo que se nos ha quedado ya en los sobacos camachistas de la España eterna, entre el sofoco, la revancha, la chulería y la vergüenza, pero seguramente ya se irá. Sánchez se irá así como en el coche topolino en el que vino o en el barquito desde el que se despedía cada verano, saludando como un marinero de musical mientras aquí nos quedábamos con el bicho, con los sediciosos, con los fanáticos y con los mocos. Se irá, pero ya nos habrá fastidiado el verano, como siempre, que con Sánchez no sabe uno nunca si te tocará apocalipsis o mesa electoral.
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