En el epílogo de la investidura fallida, dos preguntas básicas:

¿Va a conceder la amnistía que piden los secesionistas para cuantos intervinieron en el golpe de Estado? ¿Va a aceptar la consulta sobre la independencia que vienen también pidiendo?, quedaron sin la respuesta de quien no consideró necesario dar explicaciones.

En las ocasiones en que existe el deber de responder, no hay nada tan expresivo como el silencio, que constituye una declaración de voluntad con efectos jurídicos. De ahí, el valor político de un gesto soberbio de desdén.

El órdago independentista, con el referéndum como condición para apoyar la investidura ¿sería un señuelo pactado para aprobar la amnistía como mal menor?

Con la llegada del otoño, el jefe del Estado encomendó al líder de la formación que más votos ciertos había presentado en la ronda de consultas, que intentase la investidura. Una vez más, las formaciones independentistas rehusaron acudir a un trámite constitucional, “no tenemos nada que decirle”.

No acaba ahí. Desde el primer momento, una coral polifónica impugnó el encargo, como una descomunal pérdida de tiempo.

El encomendado no suscitaba entusiasmo en una base social inerte, a la que se refería Galdós: “Es muy cómodo decir qué asco es la política como pretexto para no intervenir en ella; el absentismo político es la muerte de los pueblos”,

Su apuesta por la cordialidad lingüística interfería con el cheque en blanco que necesitaba para enfrentarse a quien, como quedaba demostrado con el silencio, no reconocía como alternativa legítima.

El proscenio de la investidura no dejaba de ser estrambótico, con una de las VP del Gobierno en funciones camino de Bruselas para entrevistarse con un prófugo de la Justicia. Es de cajón que no viajaba como cuentapropista, más biencon mandato revocable, según fuera la cosa.

El misacantano subió, por primera vez, a la tribuna del Congreso, perfumado con el aroma divisivo de quienes el triunfo les pareció insuficiente, pero que se fue disipando al irse acreditando como un parlamentario irónico y eficaz.

Con un sonoro: ningún fin justifica los medios”, no tardó en desafiar al silente ¿por qué no quiere que esté yo aquí?, que le había reprochado el intento.

Tras el burladero del escaño, agarrado a un móvil rojo (“por lo menos, haga como que escucha”) ignoraba al desdeñado, al que faltó tiempo para acusar recibo: “Estoy aquí porque he ganado las elecciones y, ante un deterioro institucional sin precedentes, quiero ofrecerle a mi país una alternativa”.

Ante los decibelios que desprendían los aplausos incesantes, el oficiante —que empezaba a gustarse— explicó su desafío: “Vengo a reivindicar la Transición, lo mejor que hemos hecho porque lo hicimos juntos, y a reclamar su vigencia”, mientras golpeaba la puerta del locutorio: “Es una aberración jurídica y moral lo que plantea el independentismo, porque quiebra el principio de igualdad”.

Con la reválida, indispensable y pendiente, de la política nacional, dedicó una inevitable mención al engaño sistemático, “que la política no puede normalizar”, añadiendo: “No he venido aquí a engañar a nadie ni voy a disfrazar las mentiras como cambios de opinión”.

Ni una palabra sobre la falta de renovación del Consejo General del Poder Judicial, punto gatillo para quien incumple un mandato de la Carta Magna. Sí aludió a la necesidad de incorporar al Código Penal un delito de deslealtad constitucional para mitigar el desierto legal, dejado por la derogación del delito de sedición. Con énfasis rechazó que, por aplicar una ley mal hecha, se llame a los jueces “fachas con toga”.

A vueltas con la supresión de la sedición, el plan Ibarretxe—propuesta soberanista de libre asociación con el Estado español, rechazada en 2005 por el 90% de los diputados—podría ser aprobado hoy por el parlamento vasco, a la espera de su reconocimiento internacional.

Volvemos al vértigo del otoño de 2017, con las leyes de desconexión que, gracias a una mayoría secesionista, pretendían abrir un proceso constituyente, ajeno a la voluntad del pueblo español, dinamitando por ende los pilares del sistema democrático.

Entonces las formaciones constitucionalistas, aparcaron sus legítimos intereses partidistas, alzaron la voz y se unieron en defensa del Estado de derecho.

Hoy, como entonces, vuelve a rodar la pelota en el predio catalán. La diferencia es que, ahora, los constitucionalistas no se ponen de acuerdo con los inmediatistas, para impedir que quienes huyeron de la Justicia o fueron condenados por sedición y malversación decidan sobre la gobernabilidad de España e impongan sus condiciones para investir al presidente del Gobierno.

Acorde con la lógica del silencio auspiciado por el cortoplacismo, nada de ello fue digno de mención en la campaña electoral. Solo los beneficiarios de las sinecuras —condenados por intentar un golpe al Estado, absueltas las penas y en trance de ser borrados sus delitos—rompieron el silencio, escalando sus demandas: amnistía e independencia.

Un Estado europeo no puede condescender con el caprichoso narcisismo nacionalista que plantea exigencias inasumibles con las que condiciona su apoyo a la formación de un Gobierno democrático.

Tampoco, con la pretensión de atentar contra la Constitución o asaltar el poder Judicial. En este caso, por quienes defienden que “el Estado de derecho rige por el principio de las mayorías”, en detrimento de la sumisión a la ley.

Dirigiendo la mirada a quien seguía absorto en su mutismo, volvió a la sorna gallega, que tantos dividendos le estaba reportando: “Comprendo su sonrisa, señoría, vaya acostumbrándose, yo digo lo que pienso y no voy a perder el sentido del humor”.

Para el ganador de cuatro mayorías absolutas; que ha consolidado un liderazgo interno y desmenuzado la anomalía que supone que el rey tenga que estar sometido a la ley, pero un expresidente de la Generalitat, no; lo más ofensivo fue el desprecio que denotaba el silencio estricto de su contrincante:

No ha querido salir a la tribuna porque no podía defender lo que defendió hace dos meses delante de todos los españoles”.

Bertrand Russell, filósofo, matemático y escritor británico, lo expresó sin rodeos:“El deseo del poder para obtener la gloria, es infinito en el ser humano”.

Vamos viendo…