Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, y cuando Gran Bretaña se enfrentaba a las pavorosas consecuencias económicas de años de contienda, uno de los asesores de Winston Churchill propuso al primer ministro hacer un drástico recorte en el gasto en cultura. Se reducirían las becas, las ayudas a los teatros públicos, los fondos para conservación patrimonial, el presupuesto para museos. Quiero imaginar que el viejo Winston miró largamente a su interlocutor antes de preguntarle “entonces, ¿para qué hemos ganado una guerra?”. Churchill, lector empedernido, aficionado a la pintura, asiduo de los museos y escritor más que notable, entendía que su país, mermado y deprimido por la destrucción y la muerte, necesitaba una inyección de ánimo de la mano de las artes y las letras.
La cultura es el andamiaje de la vida de una sociedad. Es la huella que deja cada época, el legado de los años. Nada trasciende tanto como cada una de las formas del arte. ¿Alguien sabe quién era el responsable de Hacienda cuando se publicó La regenta? ¿Creen que, dentro de 100 años, alguien recordará el nombre de los miembros del Consejo de Ministros en 2023? Y, sin embargo, seguro que se recuerda una novela publicada este año, una película que se estrene, una canción que se componga.
Ningún país del mundo es capaz de crear un sistema cultural sólido dando la espalda a la iniciativa privada
Los creadores no pueden estar solos en su tarea. Las industrias culturales son indispensables para crear un ecosistema que permita el desarrollo del talento. Por eso es indispensable que los poderes públicos tiendan la mano a las empresas privadas para crear un escenario en el que los recursos de unos y otras puedan trabajar a favor de los ciudadanos. La Ley de Mecenazgo, tantas veces prometida y postergada, debería ser el paraguas que cobijase un nuevo tiempo de colaboración entre instituciones e industrias. Pero, en ausencia de un marco legal que nos iguale a países de nuestro entorno, tenemos que empezar a trabajar sin complejos para aunar medios, esfuerzos y voluntades. No será fácil. Desafortunadamente, la consideración social del mecenazgo es una de las asignaturas pendientes de nuestra opinión pública. Pero, en tanto se intenta hacer pedagogía, es nuestra obligación sacudirnos los miedos y crear espacios de colaboración que redunden en beneficio de la sociedad. Porque para ella trabajamos. Otros países lo han hecho con éxito considerable, y si el Gobierno central no es capaz de liderar este nuevo marco de competencia, es obligación de los entes locales tomar las riendas.
La cultura es una herramienta de cohesión social. Cualquier ciudadano tiene que ver expedito el acceso a las distintas manifestaciones culturales, lo cual no quiere decir que todas deben ser gratuitas. Las administraciones deben garantizar al ciudadano el disfrute de todas las artes, sea cual sea su situación económica. Pero al mismo tiempo debe facilitar la existencia de iniciativas privadas que complementen la oferta pública. Ningún país del mundo es capaz de crear un sistema cultural sólido dando la espalda a la iniciativa privada. El reto es ser capaces de trabajar juntos a favor de la consolidación de una sistema cultural sostenible, con profesionales bien remunerados, capaz de ampliar y amplificar la labor de las diferentes administraciones. Y, al mismo tiempo, es importante hacer que las empresas se impliquen en la formación de los públicos, el desarrollo de los creadores y la protección y defensa del patrimonio.
Estamos en una época cambiante, en la que los modelos de hace solo un par de décadas han quedado obsoletos. El complejo entramado de la cultura ha de cambiar también las reglas de juego para hacer frente a los desafíos de los próximos años. Y ahí están el reto y la oportunidad.
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