Podría ser un pícnic de gallinero, podría ser la trasera de una chabola, pero a lo mejor es sólo la España de La Casera y del pelotazo dándose un abrazo y una garbanzada silvestre como homenaje o camuflaje. El Mundo ha pillado a Koldo García en un almuerzo de peñas o en una comunión de mis tiempos (estuve en comuniones con la olla de callos con garbanzos, grande y salvaje como una marmita de caníbal, encima de la mesa de caballete o de playa), y la entrevista nos ha descubierto o redescubierto la vulgaridad o la cotidianidad del mal, de la corrupción o al menos del chanchulleo. La foto que está comentando todo el mundo sólo enseña de Koldo la coronilla como sollamada, pareja quizá con una boina volada, y el comienzo de su espalda de mueble de formica arrumbado, mientras deja que nos recreemos en su entorno, en su contexto o en su concepto, que es algo así como el de una aristocracia en chándal que se mueve en un rococó de basurero, casi una obra de arte inadvertida de dominguero, hecha de latas, tuberías, escombros y fondos de frigorífico, de garaje, de cajón y de bolsillo.

Lo que parece la corrupción es la obra en la parcelita del cuñado, con la barbacoa no se sabe si en proyecto o en ruinas, como un templete del ayuntamiento. Lo que parece la corrupción es un chiringuito donde trabajó el Risitas, con la bombona de butano al sol, como la de un hombre rana, y una paellera que es más gong chino o rueda de carreta que sartén. Lo que parece la corrupción es el terreno que hay detrás de los autos de choque, esa opulencia de miseria y magia. Lo que parece la corrupción es un vestigio de familias achelenses que huyeron de la Fanta y del cinquillo dejando una tribu de harapos, bolsas, pulseras y cachivaches sobre carritos abandonados, mesas llenas de migajón y vasos llenos de colillas, como brujerías de hechicero a medias. Lo que parece la corrupción es una escalera de Jacob de sillas de plástico hacia un cielo como de grifo de cerveza, de barra de latón o de tómbola con yogurtera. Lo que parece la corrupción es un huracán en el patio que trajo sobras de rico sobre el hule de los pobres y dejó un naufragio absurdo de alambradas como de somieres de yates. Lo que parece la corrupción es lo que parece cualquier vecino desganado.

De Koldo sólo vemos la calva como un turbante, la espalda como de sombra polvorienta de uralita, porque Koldo podría ser cualquiera en esta historia, como un pastor de égloga, como un bulto romántico en una pintura romántica. Koldo en realidad es prescindible o sustituible, podría estar otro al que no distinguiríamos de espaldas, como otro calvo, otro enturbantado u otro acervezado de cerveza calentorra al sol perezoso de la primavera, que es como un sol de papel de aluminio. Koldo podría ser cualquiera, más o menos como le pasa a Óscar Puente, bulto con sombra y boca de tragabolas, follonero cagueta, pajillero de insultos como el pajillero de bragas (pongo esto sólo para salir en sus papeles de villano, como en una póliza del señor Scrooge). Estos personajes no importan, cualquiera puede mover bombonas de butano o putas borrachas, cualquiera sirve para dar caña o darse caña detrás de la mirilla, como un señorito de Berlanga bizco ya de mirilla. Es el paisaje, el fondo o trasfondo, lo que importa. Y el fondo es la España que da pelotazos con lo público igual que los domingos dan pelotazos con el balón.

Koldo, ahí, enseñándonos que la corrupción es la normalidad, es la vulgaridad, que lo raro es un Mario Conde comiéndose un bocata de tortilla ferroviario, y no un segurata afecto al poder ganando millones

Koldo en un jardín de mondas, en un festín de bocatas de equipo de futbito, en una orgía de ganchitos; Koldo ante bolsas de Mercadona como cornucopias de macarrones, ante neveras de playa azules, eternas y melancólicas como balones de Nivea; ante cervezas olvidadas por el albañil o mirindas olvidadas por la parienta, ante la basura ordenada antes de extenderla o extendida antes de ordenarla; Koldo ante toda la pereza del español, que es como esa pereza de comerse una salchicha del paquete; Koldo como ante un frigorífico mal cerrado que enseña y pudre yogures y acelgas, o un cajón mal cerrado que enseña y pudre pelusas y vergüenzas, pero que uno no tiene ganas de cerrar, que uno prefiere dejar ahí mientras mira las sombras que se alargan en el hormigón desnudo como si echaran la interminable meada de la tarde o de la vida.

Koldo, o cualquiera que se parezca a Koldo, que pueda dar el tipo bajo la calva con sombra de higuera de Koldo, que pueda hacer bulto de ropa o colmena humana en esa silla de plástico o esa silla ministerial de Koldo; Koldo, ahí, en ese pícnic de gallinero, en ese festín de alberca, en ese patatal de normalidad, en esa telaraña de hilos de salchichón que le sirve de camuflaje, de cama y de nana. Koldo, ahí, enseñándonos que la corrupción es la normalidad, es la vulgaridad, que lo raro es un Mario Conde comiéndose un bocata de tortilla ferroviario, y no un segurata afecto al poder ganando millones. Koldo, ahí, enseñándonos, sin duda, que cualquiera puede ser comisionista, matón o señor una vez que está en la fiesta de peñistas de lo público, que nadie pide méritos para coger un botellín de la caja de botellines. Puede serlo cualquiera, y ni siquiera se nota, que parece que se ha ido uno con la cervecita al garaje, o a tirar un colchón viejo, hasta que le salen los millones y el escándalo por la calva como se salen los fideos de la bolsa de Mercadona.