Ya no reconocemos a los sindicalistas, que ya no tienen por guerra, por catedral o por casa la cama de chispas de la fábrica, la viruta del trabajo, sino que sólo son funcionarios de sus barbas, oficinistas del paro y fogoneros de los partidos. Eran otros aquellos sindicalistas con metal en los dedos, con la mina en el gaznate, con el trapo de grasa en el bolsillo como la flor del señorito dada la vuelta, con un dandismo o antidandismo de clase. En su discurso todavía se podía sentir el ruido del torno que acababan de dejar, o el abombamiento saludable, altivo y familiar de una caldera, esa preñez obrera de la máquina como la de una mujer pobre. Ahora, esos sindicalistas parecen sólo personajes de cine mudo, como un policía de Charlot.

El sindicalista era un trabajador para su clase, no lo que es ahora, lo contrario, una clase entre los trabajadores. El sindicalista era la rebeldía de la dignidad contra el negocio, no como en estos tiempos, un digno negocio alrededor de la rebeldía. Sindicalistas hundidos en skay, liberados haciendo una guerra holgazana, gordos disfrazados de leñadores sin ganas, revolucionarios que aparcan la revolución por un dinero lotero de subvenciones y cursillos, el obrerismo dormido en el carpeteo, los acuerdos de concertación como un prorrateo de dividendos en un ambiente de lonja.

El sindicalista era la rebeldía de la dignidad contra el negocio, no como en estos tiempos, un digno negocio alrededor de la rebeldía

Lo que distingue en un principio al movimiento sindical es precisamente la defensa de los trabajadores más allá de objetivos políticos generales. Frente al sindicalista estaba el patrón, el capital no como abstracción sino como un señor de domingo, igual de cercano, concreto y poderoso que su maquinaria. Contra el patrón se levantaba, al patrón se dirigía, eran su carbón y sus sirenas los que se paraban o incendiaban, como eran el sueño y el hambre del sindicalista los que iban de frente, primero. Ahora, los sindicalistas sólo se tratan con los políticos, a los que se acercan como a vender o a cobrar cupones, igual que diteros. Ahora, son incluso sucursales de partidos y gobiernos, sus tapaderas en el tajo, meros infiltrados con mono y linterna, dedicados a soliviantar o a apaciguar a la tropa, según toque. Ahora, son el sueño y el hambre de otros, de trabajadores con miedo, de parados sin esperanza, de jubilados desperezados o de cachorros del propio sindicalismo, los que hacen calle y guardia, a los que mandan por delante, y ya no con un fondo de cisco, sino de ministerios y televisiones.

Los sindicatos, con su conciencia de clase como una fiambrera olvidada, han abandonado su esencia, su origen y su encomienda para dedicarse a una especie de negocio del pastoreo de la gente que se paga muy bien. Más que nada, los grandes, UGT y CCOO (a los otros se les llama “independientes” por algo). Estos sindicatos ya son como otras compañías capitalistas, con sus jefecillos acomodados y sus explotados y sus intereses y su hipocresía y sus chanchullos con el dinero y el poder político, como petroleras de la propia historia.

Todo negocio tiene que manejar el terreno que le toca, y así, incluso en lo más cruel y ridículo de la crisis, con Zapatero abriendo y cerrando zanjas keynesianas como cremalleras y el paro aumentando por millones, el sindicalismo supo protestar lo justo para callarse después, tras unas concesiones que en nada mejoraron nuestras perspectivas pero sí sus ingresos. Así, por ejemplo en Andalucía, a pesar de un desempleo como una tiña eterna, los sindicatos se pasean en calesa con la Junta, y han tragado con y de los ERE, y con y de desastres industriales como Delphi y sus cursos de risa. Y así, igualmente, en Cataluña han acabado adaptándose a la episteme independentista, en la que han visto no una ideología afín, sino esa gran comodidad de tratar con un poder arraigado y generoso que encima está de zafarrancho. Sí, el motor de la izquierda rendido al pujolismo sociológico, qué ironía.

El sindicalismo fue como el metal propio forjado por la izquierda contra el peso y la crueldad del dinero puro. Su lucha de dignidad y tizne, incluso cuando levantarse contra ese dinero era ya en sí delito, nos trajo derechos y avances más allá de la economía y las ideologías. Aunque no hay que irse al novecentismo para ponerse nostálgico ni purista, basta recordar a Nicolás Redondo o a Marcelino Camacho. Ellos parecen héroes de la cosmonáutica obrera al lado de los sindicalistas de ahora, que son como unos descendientes desevolucionados, como primos koalas agarrados a sus chimeneas y sus siglas.