Gonzalo Juanes, perito industrial, tenía 30 años cuando se mudó a Madrid en 1952. Llegó desde Asturias para trabajar en el Instituto Nacional de la Soldadura. En la capital descubrió la fotografía. Se interesó por el medio, conoció a colegas, se integró en la pequeña sociedad de aficionados y profesionales que exploraban entonces las posibilidades expresivas de la imagen fotográfica más allá del mimetismo pictorialista.
Pero era tímido, demasiado autoexigente y le faltaba la ambición y el compromiso de sus amigos de AFAL, el colectivo de fotógrafos que aglutinó a todos los grandes renovadores del medio en España –Carlos Pérez Siquier, Gabriel Cualladó, Ramón Masats, Oriol Maspons, entre otros– desde mediados de los 50. Inseguro en el laboratorio, Juanes renunció al blanco y negro, la técnica hegemónica entre los fotógrafos con intenciones artísticas, y con ello a la práctica intensiva con la cámara. En 1957 volvió a Asturias, cuando su empresa, la Sociedad Española del Oxígeno, le ofreció un puesto estable en Gijón, su ciudad natal. La posibilidad de dedicarse profesionalmente a la fotografía, si es que eso alguna vez había estado entre sus planes, se esfumaba definitivamente.
Apuesta íntima por el color
Ese mismo año probó por primera vez con un carrete Kodakchrome. "El color resultó no solo agradable, sino dócil y flexible a mis deseos", escribió entonces. Aquella película para diapositivas creada en 1935 y destinada a revolucionar la fotografía con la proliferación de las revistas ilustradas en cuatricromía después de la Segunda Guerra Mundial será el medio ideal para seguir practicando su afición. Pero lo hará de manera íntima, como un poeta que se queda sus versos para sí.
Así lo explicaba este lunes el fotógrafo Chema Conesa durante la presentación de Una incierta luz, la exposición dedicada a la obra de Gonzalo Juanes que ha comisariado para PhotoEspaña 2024 y que puede verse desde hoy y hasta el 21 de julio en la sala Canal de Isabel II de Madrid.
En la planta baja del viejo depósito de agua que alberga la muestra se pueden ver los primeros tanteos de Juanes, preciosos y prometedores retratos como el del humorista Chumy Chúmez. Restos de la escasa producción en blanco y negro que se conserva de sus inicios, la mayoría de la cual se perdió en un traslado años después.
De aquellos comienzos, además de la afición a la fotografía y su matrimonio con la madrileña Isabel Asensio, Juanes conservó de por vida la relación con gente como Pérez Siquier, con quien mantuvo una prolongada correspondencia de la que se da testimonio en la exposición, o Cualladó, acomodado propietario de una empresa de transporte que entonces se encargaba de adquirir fuera de España los libros de fotografía de autores europeos y norteamericanos que sirvieron de inspiración a sus compañeros para romper moldes en nuestro país.
La libertad del aficionado
Sus colegas le pedían fotos para publicarlas en la revista de AFAL o incluirlas en las exposiciones que organizaban, pero desde Asturias Juanes rechazaba sistemáticamente sus propuestas. No se daba importancia y protegía con celo su libertad de aficionado porque "no tenía necesidad de vivir de la fotografía", insiste Conesa. Se había a retratar Asturias y a su gente, alimentando sus series fotográficas a lo largo de los años sin la presión del encargo ni del reportaje. Y con un color singular "filtrado por el cielo nublado" de la tierra. El resultado es un trabajo documental de extraordinario valor.
La larga duración caracteriza la mayoría de su trabajo. Inmortaliza a la gente en el parque de Isabel la Católica de Gijón, en el puerto, en el cementerio, en las verbenas y romerías de Asturias. Va acumulando las imágenes temáticamente sin prisa alguna. Pero de repente hay fogonazos que demuestran la capacidad latente de quien, de haber querido, hubiera podido ser un gran fotógrafo de acción. Así, su serie del descenso del Sella de 1965, una asombrosa colección de imágenes recogidas en una sola jornada.
O, ese mismo año, un reportaje improvisado en una de sus visitas a Madrid, sentado en la terraza de El Corrillo de la calle Serrano. Por delante de su mesa desfila un heterogéneo flujo humano que manifiesta en sus gestos y su indumentaria los acelerados cambios que estaba experimentando la sociedad española. La gente de orden se mezcla con los pijos que ya declinan en yeyé, y de repente se reconoce a Miguel Ángel Carreño, Micky, el popular cantante de Micky y los Tonys.
Redescubierto y reivindicado
Durante décadas, Gonzalo Juanes se reservó todas estas fotos para sí mismo. Las veía en una caja de luz que había diseñado a tal efecto y que está en la exposición, o como mucho las compartía con familia y amigos en pases de diapositivas domésticos que también se recrean en la muestra. Siguió en contacto con sus compañeros de AFAL, pero casi siempre renunciando a compartir su trabajo.
Solo con los años, gracias a la insistencia de algunos de esos amigos en el secreto de su talento, el Ayuntamiento de Gijón le dedicó una primera exposición individual en el Antiguo Instituto Jovellanos, el mismo en el que había estudiado de joven, reconvertido en los 90 en centro cultural. Luego llegarían otras, antes de su muerte en 2014, y un primer libro de La Fábrica, al que sigue ahora el bellísimo volumen que se edita con motivo de esta exposición de Madrid.
Comenzó entonces cierto reconocimiento de un autor cuyo nombre, no obstante, ha seguido figurando como acotación de los fotógrafos más populares de su generación. Por haber permanecido voluntariamente en un anónimo amateurismo. Pero también por haber optado por el color, una modalidad despreciada históricamente por muchos fotógrafos. La foto en color no es fotografía, llegó a decir Henri Cartier-Bresson, tal y como recordaba ayer Conesa, que se encargó de refutar al genio francés. Mientras que "el blanco y negro tiene una mayor amplitud tonal y lo puedes salvar en el laboratorio, el color es muy exacto, muy difícil". Lo demuestra la fotografía modesta y brillante de Gonzalo Juanes.
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