Existen en este mundo espacios en los que impera la reflexión, la crítica a lo establecido, en los que se respetan todas las opiniones, puntos de vista, sensibilidades e incluso afiliaciones políticas. Pienso en los centros educativos y más concretamente por el asunto que quiero abordar, en las universidades. En realidad, quizás lo que acabo de expresar es más un deseo que una realidad, o quizás no. Sea como fuere, los académicos tenemos la obligación de formar estudiantes capaces de analizar un fenómeno desde diferentes perspectivas, sin apriorismos y sin demonizar a quienes piensan de forma distinta a nosotros. Debemos enseñar a respetar todas las opiniones que se encuentran debidamente argumentadas y razonadas. No hablo de cualquier soflama vacua o improperio sino de aquello que está meditado, internalizado y debidamente construido en nuestro cerebro. Nunca es respetable el insulto, la descalificación gratuita o aquello que desafía el orden democrático y el respeto a nuestros semejantes. Pero hasta llegar a esos confines de radicalidad existen grandes ámbitos para la discrepancia educada y cortés y para que puntos de vista en apariencia alejados puedan convivir.

En un mundo hiperventilado, intolerante, irreflexivo y vacuo, las universidades deberían ser un reducto de calma.

¿Existe algo así en el mundo de hoy fuera de la educación? ¿Quizás en los parlamentos de países como el nuestro, en los que esos políticos tan educados argumentan sus ideas de manera brillante y persuasiva? Seguro que captan la ironía. ¿Quizás en las redes sociales de la cancelación y el rebuzno monetizado por grandes compañías tecnológicas y de la comunicación? Lo peor es que cada vez es más difícil mantener una conversación pausada y empática incluso en los bares o en las cenas entre amigos, donde todo el mundo parece mantener una cosa o la contraria, sin espacio para el intercambio de pareceres o la escucha de quien no dice exactamente lo que queremos escuchar. En un mundo hiperventilado, intolerante, irreflexivo y vacuo, las universidades deberían ser un reducto de calma.

En Estados Unidos, hace décadas que muchas universidades han venido experimentando un giro copernicano que las aleja de lo anterior y las convierte en centros de transmisión e imposición de ideología. Reflexionaba hace poco con mis alumnos sobre el concepto ‘woke’. Muchos de ellos se mostraban incómodos con él porque pensaban que era una manera en que la extrema derecha demonizaba los intentos de alcanzar mayor equidad, igualitarismo e inclusión a la sociedad. En parte tenían razón. En mi opinión, había un factor que no eran capaces de ver: en muchas universidades norteamericanas hace mucho tiempo que esa lucha por lo que también se conoce como DEI (diversity, equity, inclusion) ha ido mucho más allá de los nobles objetivos que inspiraron el movimiento por los derechos civiles en los años 60 para crear un establishment pretendidamente alternativo pero profundamente institucionalizado en el que el privilegio blanco intenta lavar su conciencia auto-inmolándose y entronizando cualquier cosa o a cualquier persona por el mero hecho de NO ser blanco, NO ser heterosexual, NO ser hombre. La película American Fiction, de 2023, basada en la novela Erasure (2001), del Percival Everett, es una sátira de todo ello de la mano de un autor, afroamericano por más señas, que lleva años clamando que lo que está sucediendo entre las élites blancas de su país roza el delirio colectivo.

Podemos hablar de auténtica cruzada ideológica que cancela a personas, asignaturas y contenidos y que persigue a cualquiera que ose cuestionar lo que es a todos los efectos un credo mesiánico

Harvard, la universidad más antigua de Estados Unidos, de 1636, es hoy día la gran avanzadilla en la promoción del DEI y la cultura ‘woke’, especialmente en ámbitos de las ciencias humanas y sociales. Podemos hablar de auténtica cruzada ideológica que cancela a personas, asignaturas y contenidos y que persigue a cualquiera que ose cuestionar lo que es a todos los efectos un credo mesiánico. ¿Cuál es la consecuencia más dramática? Que la tradicional búsqueda de la excelencia (despectivamente aludida como ‘meritocracia’) queda arrinconada porque la ‘diversidad’, sin más, es ahora el Dios supremo ante el que rendir pleitesía. Hace unos días, el psiquiatra y profesor de la Facultad de Medicina de Harvard Omar Sultan Haque arremetía en prensa contra esas políticas y contra un clima irrespirable de falta de libertad de expresión. Anthony Kronman, de la Universidad de Yale, ha publicado ampliamente sobre el tema. Uno de sus mejores libros es de 2019: The Assault on American Excellence. Hay infinidad de ejemplos más.

Harvard, especialmente sus líderes y gestores, hace tiempo que abandonaron el ámbito de la educación para abrazar el de la política. Que todas las personas seamos iguales ante la ley y que la discriminación no sea solo moralmente condenable sino legalmente punible debe ser innegociable. Pero a partir de ahí muchas cosas son opinables. ¿Debemos dejar fuera de una universidad a un chico blanco con talento de forma que esa plaza la obtenga una mujer afroamericana con menor capacidad? ¿Debemos promover la carrera de esta última independientemente de su esfuerzo o sus logros? ¿Es la diversidad un valor en sí mismo? ¿Tiene derecho una universidad a censurar contenidos solo porque han sido denunciados como no suficientemente ‘diversos’? No tengo una respuesta propia y me encantará escuchar argumentos a favor y en contra.

Trump no fue quien convirtió un centro para la reflexión y la tolerancia en un ente político centrado más en el activismo que en el conocimiento y el intercambio de pareceres

Otros sí tienen una respuesta muy clara, tanto que esa respuesta ya no es una opinión sino un dogma de fe que imponer a hierro y fuego. Así no hacemos universidad; hacemos política. Cuando Donald Trump decide arremeter contra Harvard, lo hace con la misma pericia con la que un elefante intentaría ensartar una aguja. Sin embargo, conviene no olvidar que Trump no fue quien convirtió un centro para la reflexión y la tolerancia en un ente político centrado más en el activismo que en el conocimiento y el intercambio de pareceres. Esto debería hacernos reflexionar. Si no somos capaces de hacerlo porque cualquier cosa que lleve el nombre de Donald Trump solo nos inspira rechazo es que nosotros también hemos abandonado el espíritu universitario y abrazado esa polaridad tan lucrativa para el establishment político y económico y del que la universidad debería ser un contrapeso.


Ramón Espejo Romero es Catedrático de la Universidad de Sevilla, especializado en el área de Filología Inglesa.