Hoy hace diez años, a las 11 de la mañana del día 29 de abril del 2011, Catherine Middleton, aquí conocida como Catalina aunque para el mundo entero sea Kate, bajaba de un Rolls-Royce Phantom enfrente de la abadía de Westminster vestida con un impresionante vestido diseñado por Sarah Burton para la firma Alexander McQueen.

Llevaba una especie de corsé en satén y encaje excesivamente ceñido, una gran falda de vuelo —"para imitar una flor que se abre"— y una cola de tres metros que tendría que haber sido, mínimo, un metro más larga (no llegaría a cubrir los escalones del altar y no quedaría bien en las fotografías del gran día). El ramo, un discretísimo bouquet, estaba compuesto por lirios del valle (la flor favorita de la Reina de Inglaterra), mirto (tradicional en todas las novias reales desde los tiempos de la reina Victoria) y jacintos blancos (que simbolizan el cariño y el gozo del corazón).

Isabel II le había dejado la Halo Tiara, hecha por Cartier en 1936; sus padres le habían regalado los pendientes de diamantes que llevaba; y su prometido le había dado el anillo de compromiso más icónico de la historia: el famoso zafiro de 12 quilates rodeado de 14 diamantes que la joyería londinense Garrard creó para Diana de Gales, la malograda madre de Guillermo.

Kate entró en la abadía de Westminster acompañada por su padre y seguida por su hermana, Pippa, la cual se llevó en realidad todas las miradas porque el traje que llevaba le quedaba estupendamente bien y marcaba un trasero que dio mucho que hablar durante años (incluso un anónimo le creó una cuenta en Twitter, @pippasass, que llegó a tener miles de seguidores).

La novia avanzó muy lentamente por el largo pasillo central de la abadía bajo los acordes de I Was Glad, un himno que Sir Hubert Parry compuso en 1902 para la coronación de Eduardo VII, el hijo de la reina Victoria. La florista Shane Connolly había dispuesto árboles dentro de Westminster (seis arces y dos carpes), además de unas 30.000 flores, la mayoría azaleas de los jardines de Windsor.

En el altar ya estaba Guillermo, vestido con uniforme de oficial de los Irish Guards (su abuela, la Reina, decretó que fuese este uniforme, y no el de la Royal Air Force, como habría querido el novio). A su lado estaba su padrino de boda y hermano, Harry, con uniforme de los Blues and Royals: eran aún los tiempos en que ambos hermanos eran uña y carne.

Una larga historia que acabó en boda

Kate y Guillermo se habían conocido diez años antes, en el 2001, cuando ambos estudiaban Historia del Arte en la universidad escocesa de St. Andrew’s (Guillermo luego se cambió a Geografía). Su noviazgo, perfectamente documentado en los tabloides, sufrió unos cuantos altibajos y dos rupturas (una breve en el 2003 y otra muy sonada en el 2007).

Los rumores de que él se veía con otras y que ella estaba a su disposición las 24 horas del día fueron la comidilla de todo Londres. Por no decir que Kate tuvo que aguantar estoicamente burlas por sus orígenes sociales (aunque sus padres son millonarios, vienen de orígenes humildes y ambos se conocieron cuando ambos trabajaban para British Airways). Se sabe, por ejemplo, que varios amigos de Guillermo, en cuanto la veían aparecer, decían 'Doors to Manual', pasamos a manual, en referencia al trabajo de auxiliar de vuelo de su madre.

Kate comenzó a ser percibida como una joven elitista y algo pija

Irónicamente, mientras para algunos era una middle class sin el pedigrí adecuado, algunos medios comenzaron a vender una imagen de ella como una sloane girl, el nombre que reciben en Inglaterra las chicas de la alta sociedad, sin intereses intelectuales ni ambición profesional, y tan sólo interesadas en conseguir un buen marido. Kate comenzó a ser percibida como una joven elitista y algo pija.

A nadie se le escapaba que, a pesar de que sus padres comenzaron prácticamente de la nada, cosecharon una fortuna con su negocio y pudieron enviar a sus hijos (Kate tiene dos hermanos, Pippa y James) a estudiar a los internados más exclusivos de Inglaterra. Kate fue al Marlborough College, un colegio de la aristocracia donde estudiaron algunas nietas de la mismísima Reina.

Luego pasó por una de las universidades más posh del reino. Una vez se graduó, Kate disfrutó de un tren de vida al alcance de muy pocos, con numerosos viajes al Caribe, safaris por África y vacaciones en yates por el Mediterráneo.

Por si no fuera poco, con el tiempo la prensa la llegó a apodar Waity Katie, porque parecía que su único cometido era esperar a que él se le declarase: aunque se dijo que iba a estudiar fotografía y que estaba en negociaciones con una galería de arte, no tuvo una carrera laboral estable (sólo trabajó por poco tiempo y a tiempo parcial en Jigsaw, una compañía de moda, y luego colaboró con la empresa de sus padres, Party Pieces, dedicada a enviar por correo artículos para celebrar fiestas infantiles). La propia Reina de Inglaterra, preocupada por la imagen hedonista que se estaba dando, ordenó que Kate comenzase a ayudar a alguna ONG.

Una larga luna de miel con la prensa

Sin embargo, a pesar de que durante años no la trataron del todo bien, en cuanto salió de la abadía de Westminster convertida en Su Alteza Real Catalina, duquesa de Cambridge, condesa de Stratheam y Lady Carrickfergus, la prensa se dedicó a encumbrarla hasta límites de adulación y servilismo excesivos.

Muchos tabloides querían a otra Diana con la que ganar millones de libras esterlinas y la verdad es que muchos británicos también esperaban que Kate fuese la digna sucesora de su malograda suegra: un icono indiscutible de glamour y elegancia unida a una actividad humanitaria incesante a favor de los más desfavorecidos. Por ello, todos los titulares durante los primeros años fueron exageradamente hiperbólicos ("el icono de moda de la edad moderna", "la celebridad más glamurosa del planeta", "la nueva princesa del pueblo", Catalina la grande", etcétera).

Pero Kate, aunque deseaba ser muy popular y querida entre el pueblo, no quería ser la nueva Diana ni en broma (¿quién querría semejante destino?) y en Palacio tampoco estaban interesados en repetir errores del pasado. La propia Reina insistió que el nuevo matrimonio se tomara unos años "lejos de las cámaras" para afianzar su matrimonio y no acabar como Carlos y Diana. Así que la nueva duquesa prácticamente se escondió en su casa, decidió salir lo menos posible, cumplió con pocos actos sociales y no se implicó en exceso con las charities, las asociaciones benéficas: mientras otros miembros de la familia real apoyaban a centenares, ella sólo ayudó al principio a nueve.

Sus números, todo hay que decirlo, eran pésimos: en el año 2011, Kate solo acudió a 34 actos (15 en el Reino Unido y 19 en viajes oficiales a Canadá y Los Ángeles). En el 2012 la cifra subió a 111 eventos (incluidos 36 en el extranjero) y en el 2013 volvió a caer a 44 eventos (es decir, en todo un año, solo trabajó 35 días).

La caída en desgracia

Algunos articulistas comenzaron a apodarla Lazy Katie, algo así como Kate la gandula, y algo de razón llevaban. Por no decir que Kate también cometió unos cuantos errores sonados. Fue fotografiada fumando, tomando el sol en topless y su tendencia a llevar faldas anchas y vaporosas hizo que se le volaran en más de una ocasión, con lo que el real trasero quedó inmortalizado en las cámaras más de una vez. El titular "Kate tiene otro momento Marilyn" comenzó a ser un clásico en el Daily Mail.

Por si no fuera suficientemente bochornoso, hubo tal nivel de debate en Inglaterra sobre si la futura reina llevaba o no ropa interior que la propia Isabel II le ordenó que llevase faldas lápiz y siempre por debajo de las rodillas. De paso también le ordenó que no volviese a ponerse sus icónicas zapatillas de cuñas hechas de corcho (Isabel II no podía ni verlas) y le dijo que se cortase el pelo (Kate tenía una cabellera absolutamente leonina que, según la soberana, no era elegante para una royal).

Se gastaron entre un millón y cuatro millones de libras esterlinas en arreglar su apartamento dentro del palacio de Kensington

Los gastos personales de la nueva pareja también fue objeto de crítica. Según informaron varios periódicos, se gastaron entre un millón y cuatro millones de libras esterlinas en arreglar su apartamento dentro del palacio de Kensington (por "apartamento" hay que entender 22 habitaciones) y otra cantidad astronómica en acondicionar Amner Hall, la manor (mansión campestre) en Norfolk que les regaló la Reina por su boda.

En Buckingham comenzaron a darse cuenta que, por muchos atributos y potencial que Kate tuviera, le faltaba carisma y resultaba sosa, casi aburrida. Es verdad que siempre estaba sonriente, iba bien vestida, que no decía nada fuera de lugar y que intentaba hacer las cosas bien, pero sus apariciones carecían de lustro y resultaban insípidas, totalmente anodinas. Las primeras causas que defendió (muy inspiradas en Diana) fueron los hospitales infantiles y las organizaciones que luchaban contra la drogadicción y otras adicciones.

Kate visitó almacenes de la Cruz Roja y se dejó caer por sitios de voluntariado, pero no acababa de encontrar su sitio en ellas y se la veía siempre incómoda y fuera de lugar. Las críticas fueron contundentes: se la acusó de ser una pija consentida que no quería trabajar. Por si fuera poco, su primer discurso público, en marzo del 2012, en la inauguración de un nuevo hospicio del East Anglia Children’s Hospices, fue un desastre: Kate estaba tan nerviosa que apenas podía acabar algunas frases y parecía que en cualquier momento se iba a poner a llorar.

Su marido tampoco parecía tener un rumbo fijo y daba tumbos sin sentido. Estuvo una temporada en el ejército, luego se hizo piloto de helicópteros y después lo dejó. Quiso dedicarse en cuerpo y alma a la conservación de animales en peligro de extinción, pero nadie parecía hacerle caso en la prensa.

En sus viajes oficiales se le veía casi siempre aburrido, sin saber qué aportaba exactamente su presencia en un país extranjero. Su obsesión por la intimidad llegó a tales límites que en el bautizo de su hija Carlota no permitió que hubiera según qué fotógrafos. La prensa también lo criticó sin piedad y tuvo que acabar dando una entrevista a televisión para hacer frente a los comentarios.

Un giro de 180 grados

Frente a semejante escenario, Kate demostró una fuerza de voluntad descomunal y consiguió dar la vuelta a la situación. Puede que no atesore un carisma descomunal ni una belleza arrebatadora, pero sabe lo que quiere, es muy ambiciosa y aprende rápido. Por ello, contrató a alguien que la ayudase con sus discursos públicos, se rodeó de un nuevo equipo y diseñó un nuevo perfil, mucho más ejecutivo y ambicioso: adiós a su imagen de mera influencer de moda, hola a una mujer con un portfolio de actividades muy cuidado y estratégico.

Una persona en concreto tuvo un papel clave a la hora de operar semejante cambio: Catherine Quinn, una mujer educada en Oxford, con experiencia como Directora de Operaciones en la Said Business School y como Jefa de Donaciones de la fundación Welcome Trust, una de las instituciones caritativas más prestigiosas de Inglaterra.

Fue Quinn quien la animó a dejar charities ligadas a Diana y a embarcarse con algo más relevante en el mundo actual: la lucha contra el estigma asociado a las enfermedades mentales. Y decidió que, más que con estrellas de Hollywood o con celebrities, Kate tenía que comenzar a reunirse con profesionales de la salud pública y a liderar reuniones estratégicas con objetivos claros y definidos.

En contra de lo que muchos habían creído, Kate consiguió apartarse de la alargada sombra de Diana y se construyó un camino propio

En contra de lo que muchos habían creído, Kate consiguió apartarse de la alargada sombra de Diana y se construyó un camino propio. Además, logró que su marido y ella trabajasen juntos en un proyecto que les entusiasmaba a ambos. En abril del 2016 Kate lanzaba, junto con su marido y su cuñado Harry, la iniciativa Heads Together, cabezas juntas, una ambiciosa campaña para que las personas comenzaran a hablar abiertamente de sus problemas de salud mental. También ha presidido estudios científicos desde la Royal Foundation y ha pilotado una encuesta pionera, junto con Ipsos MORI, sobre las actitudes de los británicos sobre los primeros años de vida.

Al mismo tiempo, Kate ha puesto en marcha un ambicioso programa de comunicación personal para explicarse mejor con un estilo fresco, natural y mucho más contemporáneo. Nada de aburridos discursos que no interesan a nadie; todos han sido sustituidos por videos cortos y dinámicos en Instagram. La estrategia se ha demostrado increíblemente eficiente, sobre todo en medio de la pandemia: Kate y su marido han participado activamente en decenas de zooms (incluso jugaron al bingo online), y lo han hecho con un estilo relajado y coloquial muy alejado del modelo casposo de otros royals.

La guerra de las cuñadas

Toda esta estrategia de comunicación ha estado apunto de irse al garete por culpa de las acusaciones de Meghan y Harry de que la familia real británica es racista. Kate, sin embargo, demostrando que ya sabe jugar como una auténtica profesional, decidió no darse por aludida, mantuvo un digno silencio y, simplemente, se dedicó a seguir trabajando sin atender a lo que decían sus cuñados a Oprah Winfrey.

Irónicamente, es Kate, aquella Waity Katie de antaño, quien ha emergido de toda esta crisis con más fuerza que nunca. Su imagen profesional ahora es sofisticada y sólida, por no decir que se ha ganado el respeto por lo bien que ejerce su papel de madre de sus tres hijos (Jorge, Carlota y Luis). También será ella seguramente la responsable de tener que unir a su marido con su hermano: mientras Meghan está quedando como la mala de la película, Kate ha aparecido digna y regia.

En el entierro del duque de Edimburgo apareció más royal que nunca. Esa foto de ella en el coche, con mascarilla negra, un elegante collar de perlas de tres vueltas y un sobrio atuendo se convirtió rápidamente en icónica. No ha sido fácil llegar hasta aquí, pero sin duda lo ha conseguido: ahora ella es la auténtica estrella de la familia real británica.