"Mama", como pide que la llamen sin más, añora los tiempos en los que pastaba con sus cabras y camellos en las tierras liberadas del Sáhara Occidental. Representa un modo de vida, el de los nómadas del desierto, que agoniza por la reanudación de la guerra del Frente Polisario con Marruecos y el legado de minas que ha dejado el conflicto.

"Es que es allí donde nacimos y crecimos. El aire que se respira allá es mucho mejor que éste y el ganado encuentra con facilidad pasto para alimentarse", murmura con melancolía esta mujer de 65 años mientras prepara el primer té del día en su jaima. Es la matriarca de una familia que lleva más de dos años lejos de la que consideran su casa, móvil, pero hogar al fin al cabo.

Desde entonces ha hallado cobijo con disgusto en las afueras de uno de los campamentos de refugiados saharauis. "Es que no quiero estar aquí. Quiero marcharme en cuanto pueda a las zonas liberadas", confirma. Apenas ha amanecido y las primeras luces de la jornada comienzan a alumbrar el páramo yermo que rodea la tienda. Su hijo mayor alimenta al rebaño, confinado en un establo hecho de hierros y restos de mobiliario.

Desde que tengo uso de razón, mi familia ha sido nómada. Se ha dedicado a las cabras y los camellos

El terror de las minas

Antes del fin del alto el fuego en noviembre de 2021, la familia de "Mama" -heredera de una tradición forjada por generaciones de pastores- logró vivir durante siete años en las proximidades del muro, en la zona liberada de Tifariti. "El proceso de paz nos permitió entonces residir allí", reconoce esta viuda. Unos lamentos que comparte con Leila, al frente de otro clan condenado por la contienda a echar raíces en mitad de los campamentos de refugiados, habitados por unas 200.000 personas. "Desde que tengo uso de razón, mi familia ha sido nómada. Se ha dedicado a las cabras y los camellos", comenta la anciana.

Hasta hace dos años se hallaba en otros de los confines liberados y administrados por el Polisario. "Allí el agua es buena y limpia y la atmósfera sana", describe. Su extensa familia, formada por tres hijos y sus descendientes, viven en una jaima cedida por uno de sus parientes. En su éxodo, dejaron a uno de sus propiedades más preciadas: sus dromedarios. "Los camellos se quedaron allí, pastando libremente. No sabemos nada de ellos", narra.

Las desgracias nunca vienen solas. Y así es en el caso de los últimos nómadas del Sáhara. Primero fueron las minas plantadas en la anterior contienda. "Han estropeado la tierra son esas minas", recrimina Leila.Se calcula que hay entre siete y diez millones de minas antipersona y antitanque aún por explotar bajo las arenas movedizas del desierto.

En su informe anual, publicado el pasado octubre, la misión de la ONU para el Sáhara Occidental alertó de "una amenaza renovada de minas terrestres y restos explosivos de guerra en el territorio, incluso en zonas consideradas anteriormente seguras desde 2020". A fecha del pasado agosto, se hallaban sin limpiar "24 de los 61 campos de minas conocidos y 42 de las 527 zonas de ataques de bombas de racimo".

El regreso de las escaramuzas, aunque de baja intensidad, han detenido las operaciones de desminado, entre súplicas de la ONU para que ambas partes en liza compartan información detallada "sobre los lugares en los que se habían reanudado los combates y los tipos de munición utilizados, a fin de actualizar la base de datos de la MINURSO sobre actividades relativas a las minas".

El miedo a las minas sigue torturando a los pastores. "Conocemos muchos casos de familias de nómadas cuyos miembros han quedado ciegos, les han sido amputadas partes de su cuerpo o han incluso muerto por las minas", indica Mama entre sorbos de té, junto a la tetera roja que calienta el carbón. "Nos hemos habituado a tener mucho cuidado cuando nos movemos. Siempre hay que tener mil ojos y sabe dónde se pisa", agrega. "A menudo las lluvias han dejado al descubierto las minas".

Nos hemos habituado a tener mucho cuidado cuando nos movemos. Siempre hay que tener mil ojos y sabe dónde se pisa

Los drones, la nueva amenaza

A ese legado mortal se suma ahora la amenaza de los drones marroquíes. "Tenemos terror de los drones", asevera Leila. "Son como pájaros, imperceptibles salvo por una tenue luz. Cuando aparecen, los coches no se pueden usar y es muy peligroso estar en mitad del desierto sin ni siquiera posibilidad de obtener víveres", añade.

La misión de la ONU asegura "seguir recibiendo informes de ataques llevados a cabo por vehículos aéreos no tripulados del Real Ejército de Marruecos al este del muro", pero con las demoras en el acceso a los lugares su equipo solo confirma un ataque por dron acaecido en noviembre de 2021, que resultó en una muerte. El organismo alerta de que "los ataques aéreos y disparos a través del muro sigue contribuyendo a aumentar las tensiones".

Para las familias que una vez se movieron al libre albedrío por el territorio hoy vedado, que conocen como la palma de sus manos, los drones son una pesadilla. "No se puede caminar libremente. El propio ganado ha sido atacado ya en varias ocasiones", advierte la sexagenaria. "Solo quedan unos pocos pastores, pero están en sitios bastante seguros y escondidos".

Ni siquiera aspiramos a vivir en las ciudades en caso de independencia del Sáhara. En el desierto han sido enterados nuestros padres y abuelos

Ambas matriarcas coinciden en que, con la guerra en curso, resulta imposible regresar a la tierra que consideran nativa. "Durante generaciones nos hemos dedicado a esto. Ni siquiera aspiramos a vivir en las ciudades en caso de independencia del Sáhara. En el desierto han sido enterados nuestros padres y abuelos y es aquello a lo pertenecemos", comenta "Mama", quien padeció el exilio previo motivado por la guerra hasta 1991.

"Soy una doble exiliada. Me veo obligada a vivir donde no quiero. Quiero volver", balbucea. Las palabras de Leila confirman ese deseo compartido: "Regresaremos en cuanto se declara el fin de la guerra. Espero que sea pronto".