La campaña anterior llegamos a los debates pendientes de si Sánchez iba a ir o no. Hasta bromeábamos con que acudiera solo (no solamente, sino solo) al de TVE, el suyo, el que estaba preparado como un invernadero para la rosa de su cara, rosa de cartel y de raza como la de una zarzuela. Ferreras le preguntaba sobre el asunto por entonces, en otra entrevista con contrapicados y mucho trávelin como para Escarlata O’Hara, y él aún contestaba que su gabinete tenía que estudiarlo y tal. Insisto: estando Sánchez en la Moncloa como una Preysler de la Moncloa, teniendo la presidencia de altavoz, de podio, de pilón de Ferrero Rocher y de yate con leopardo en el colchón de agua, para qué va a ir a un debate en el que lo pueden humillar empolloncetes y meritorios. Sánchez no quería estar en los debates como creo que no quiere estar, en realidad, en política, sino sólo en sus saloncitos de billar y coñac. Por eso él lo que quiere es que lo invistan o lo vistan, como un Cristo acicalado por monjitas ruborizadas, para ya no tener que hacer más política, sino limitarse a aparecerse a preñadas y pescadores con un versículo progresista.

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