Allí estaba Rufián, en su taburetito de bar, en su actitud de bar, con la cabecita bailona y meneona como el cubata bailón y meneón de los puretas mirones. Era el debate de los candidatos por Barcelona, que organizaba La Vanguardia, y en el que el independentismo travoltín dejaba su ambiente de sábado pringoso y malogrado. Cayetana, que sigue siendo cuando habla como una reina de ajedrez, alta, recta y mortal, tomaba las palabras que ya habían convertido a Rufián en botifler, en un chulito domesticado, como el adolescente cimarrón que es pillado por el padre cuando regresa doblado de la discoteca. Le recordaba Cayetana eso de que ninguna idea de Cataluña o de España legitima la violencia, que dijo Rufián únicamente cuando el fuego de Barcelona empezaba a comerle ya los zapatos de gamuza azul. Y Cayetana le preguntó: “¿Y el País Vasco?”. “Tampoco”, aseguró Rufián desde el otro extremo de la barra, masticando/escupiendo la palabra como un hielo o como un huesecillo de limón. “¿Qué tienen ustedes con Otegi?”, insistió Cayetana. Y entonces Rufián, cansado de mala noche, cansado de cubata aguado, cansado de que le pisaran la gamuza azul, cansado quizá de no tener nada sino la misión de fracasar con ridiculez y brillantina cada vez, le soltó: “Bah”.
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