Pablo Iglesias vuelve a sacar la República como un ramo de novia muerta, flores lilas y labios lilas de muchacha besada por el mármol. Creo que el coronavirus ayuda mucho a esa celebración porque la República de Iglesias es una república muerta. El virus lo ha dejado todo silencioso, vigilado por ángeles de cornisa, y la de Iglesias es una república cementerial que visitan, como fantasmas, admiradores con candil y pañuelito de sangre. Esa República es el mausoleo de un amor de claro de luna que no tiene nada que ver con lo republicano, menos con lo modernamente republicano, sino con una novia que se fue, un sueño que se malogró y una cinta perfumada de señorita antigua y algo coja ya enterrada, o sea puro fetiche grimoso de cajón de medias o de capilla con exvotos de trenzas, prótesis y bragueros.

Iglesias, como otros, no reivindica la República sino un recuerdo interesado de nuestra Segunda República, que fue un caso muy particular, poco republicano y poco exitoso, pero que a muchos se les ha quedado como un amor de colegio o de pueblo, emotivo y algo folclórico, como el amor por una niña de columpio o por una planchadora con olor a geranio y a colonia de pozo. Iglesias no reivindica la república de Kennedy o de Bush, ni la de Mitterrand o de Macron. Reivindica aquella idea de pistoleros y revolucionarios que sólo era un izquierdismo antimonárquico. O sea, no es que Iglesias defienda un sistema de gobierno u otro, un presidente con sombrero de copa o un rey con aldabones heredados en el pecho, sino que defiende que la forma de gobierno lleve implícita la ideología. No puede haber nada más antirrepublicano que eso. A los independentistas les pasa igual, y tampoco se dan cuenta.

El virus no se para y la política tampoco. Y no me refiero a la política de pedirle a Sánchez otra vez mascarillas y test, que eso no es política sino supervivencia. Me refiero a la política “relato” que se hace desde el Gobierno, poniendo su versión de lo público como remedio contra el virus, su versión de la miseria como salvación de la economía y esa lealtad a Sánchez, igual que si fuera un rey castellano, como visado de democracia. Son ellos los que hacen ideología con el virus. La oposición sólo pide material de stock, plástico del duro y ciencia de verdad, no bótox para morritos.

 Claro que tenía que salir ahora la República, que ya digo que es una república suya, privada, ideológica, antigua, desenterrada, una especie de parque temático retro de sus dogmas retro, como si volviera el circo de forzudos con bigote de forja. Aquella República no fue ni la de Ortega ni la de Unamuno ni siquiera la de Azaña. Fue la de una España que todavía no tenía adultez política ni histórica para algo que no fuera lo que fue, un caos de matones y totalitarismos entre frágiles ideales ilustrados de ateneístas de la Espasa y profesorcillos masones. De aquel desastre quedó sentimentalismo y hasta estética, quedaron canciones de soldado y alegorías como sirenas de Méliès. Aún se usa la trampa emotiva y al maestro de La lengua de las mariposas para reivindicar sólo el desastre y el bolchevismo.

Ni Garzón ni Iglesias saben qué es la república. No lo sabe esa izquierda que no distingue lo común de lo mayoritario porque todavía no ha entrado en la democracia

La República de Iglesias incluye el concepto amazacotado de “pueblo”, con su voluntad unívoca que ellos saben por supuesto interpretar y ejecutar. Y también incluye como enemigo un poder tremendo y arbitrario, o sea el dinero, que sería en todo caso indistinguible del poder tremendo y arbitrario que tendrían, en su sistema, los burócratas del partido que decidieran sobre el dinero. La diferencia es que éstos también decidirían sobre todo lo demás, incluida la verdad, la ortodoxia de la realidad y la utilidad pública de la libertad de cada uno.

No les sale a ellos la república americana o francesa, claro. No les sale la ciudadanía, sino la masa; no les sale la libertad, sino la moralidad de Estado; no les sale la igualdad, sino el reparto de migas y patas de pollo. O sea, les sale lo que ya conocemos, esas repúblicas de pacotilla con bandera de hierro y coreografías con el hambre y amores de cuello Mao y líder amurallado y granjero ruso comiéndose la única vaca que le dejó el Estado. Les sale la misma vieja revolución con el monóculo de un rey en una pica y la gran trinchera de guerra de la miseria.

Cuando Alberto Garzón habla de res pública es como cuando habla de dinero, no sabe de lo que habla o habla sólo de ese molinillo de fabricar monedas de chocolate o Estado de papel que le han enseñado a él. Ni él ni Iglesias saben qué es la república. No lo sabe esa izquierda que no distingue lo común de lo mayoritario porque todavía no ha entrado en la democracia. Y no ha entrado porque nunca ha sido capaz de gobernar de manera democrática (¿dónde y cuándo un marxismo o posmarxismo lo ha hecho?).

El virus deja pavesas de muerte, como un romanticismo de nieve rusa en las lápidas, y con eso no se puede hacer la ciencia que necesitamos, pero sí política y belicismo de la propia muerte o de su administración. Claro que tenían que salir ahora, con un poco de tos de época, a revindicar a su novia joven, malograda, sentimental y loca, enterrada ante acantilados como una novia de Poe. Pero no reivindican ninguna república, sino la “gestión del caos” de los populismos posmarxistas. Y no la reivindican ante la política ni ante la historia, sino ante este propicio y espeso oleaje de miedo y tumbas.