Hemos llegado al medio millón de contagios sin conocer todavía los que han muerto ni los que la han cagado. Bueno, salvo Ayuso, que va siendo la mejor opción hasta ahora para la tea y la mazmorra. Es una opción quizá sólo estética, por ser una señora que viene como con ese luto de encaje y fresa de ciertas fantasías de la izquierda (la política es ahora, sobre todo, estética y fantasía). Aparte de esa plasticidad del rojo sobre el negro y de la derechona con las perlas arrancadas, lo único que sabemos con total seguridad es que el Gobierno, reducido a enfermera con termómetro de madrugada, como un vampiro, o a ojo de buey de la ciencia, no tiene la culpa de nada.

Culpaban a la sorpresa, a la movilidad, al mercado pirata de mascarillas o sustancias, incluso a la cartografía, a nuestro lugar central en el mundo, como esa cicatriz umbilical que parecía la Península en los libros de texto franquistas. Carmen Calvo decía que “Nueva York, Madrid, Teherán y Pekín estaban en la misma línea”. Teresa Ribera argumentaba que Portugal estaba más al oeste que España, como si por eso contara con tecnología atlante. No parecían caer todavía en Ayuso, el recurso de Ayuso, que da como unos planos de Polansky que explican el mal sólo con nanas, cortinas y teteras. Si acaso, mencionaban a Rajoy o a Aznar, el capitalismo de carcoma que había ido dejando a los hospitales en sus hierros y al planeta calvo. El sanchismo estaba tan desorientado que sus ministros seguían con un dedo de zahorí las líneas de los paralelos y las corrientes telúricas, antes que arremeter contra Ayuso, que lo tenía todo para dar miedo, ojos de muñeca y vestidos de niña muerta.

Hemos llegado al medio millón de contagios sin conocer todavía los que han muerto ni los que la han cagado

Culparon a las calzadas romanas, a la fama de la paella y a la velocidad de la ciencia, a sus tiempos que son los que son, como el tiempo de hervir un huevo. Las mascarillas o los test no eran necesarios hasta que resulta que sí lo son, e incluso los muertos eran exactamente los que tenían que ser, como esos versículos del Apocalipsis en los que la exterminación se cuantifica con quebrados. Me refiero a que todo era a la vez inevitable, inmejorable y necesario. Luego, en un momento dado, dejó de ser inevitable, inmejorable y necesario. Lo decidió Sánchez cuando se apartó dejando una “nueva normalidad” que sólo los demás podrían estropear, o precisamente para que fueran los demás los que la estropearan. Era fácil de estropear, en realidad, porque poco más se había hecho aparte de escondernos del virus en un agujero.

El Gobierno no tenía la culpa cuando mandaba, menos la iba a tener cuando no lo hacía. La culpa era del calentón y del niñateo, a pesar de que el mismo Sánchez nos animó a disfrutar del verano sin miedo. La culpa era de las autonomías, o de ciertas autonomías, porque el mismo virus que no distinguía fronteras ni ideologías, que requería actuaciones diarias de militronchos dispuestos ante la cámara como coros rusos, que demandaba una homilía semanal de Sánchez con el escudo de España como el órgano del capitán Nemo; ese virus, decía, pasó a ser una prueba o un baremo de la fortaleza de la nueva España cuasifederal, con sensibilidad territorial y diferentes idiosincrasias para la epidemia como para la torrija. El virus, con sus contagios y sus muertos y sus ruinas, ya era una cosecha particular.

Hemos llegado al medio millón de contagios y Simón lo anunciará con la misma inevitabilidad y el mismo apuro con que le pilla todo, como a esa gente a la que no le suena el despertador. La segunda ola nos dice que el desastre no es pasajero, sino ondulatorio; que nunca se llegó a una normalidad nueva ni antigua porque sólo se escondió la cabeza durante tres meses; y que Sánchez se largó a dorarse como un lechón sin que las autonomías tuvieran aún recursos efectivos. Ya hemos llegado al medio millón de contagios y a la economía de guerra, pero la que está en las televisiones a medianoche, como una fantasía azotable, es Ayuso.

Nunca se llegó a una normalidad nueva ni antigua porque sólo se escondió la cabeza durante tres meses

Ayuso no buscó suficientes rastreadores, pero nadie se pregunta por qué esa figura tan útil llegó tan tarde y además puede ser racaneada por los reyezuelos autonómicos. Ni por qué Barajas parece vigilado sólo por viejas de mirilla. Los que ponen a Ayuso de muñeca diabólica tampoco explican cómo se podría acabar de repente con las tripas calientes y los cinturones de pobreza de la gran ciudad. Uno diría que es mayor incompetencia verse obligado a confinar un pueblo con una sola panadería que tener los números de Madrid siendo la gran caldera y el gran desagüe de todo el país.

Sánchez se solea en un Gobierno descapotable, que sólo sirve para el paseo, mientras Ayuso parece la mejor opción para la mazmorra de museo de cera de la pandemia. A Ayuso la tienen ahí en la picota morbosamente, como en una silla de Emmanuelle. Igual podrían estar Urkullu o Torra, pero no sería tan simbólico para una izquierda que es sólo simbólica: Ayuso satisface cierta venganza acomplejada contra el rico como contra la guapa. La verdad es que el virus repartido entre caciques, casi como automática recompensa ideológica, le permite a Sánchez enfocarse en lo que le importa, su legislatura larga y confortable aun en la ruina. Es una de las pocas certezas que quedan tras medio millón de contagios. Ésa y que, antes o ahora, cuando mandaba y cuando no, el Gobierno es el único que no ha tenido culpa de nada.