"No se puede conseguir un fin bueno por un camino malo" (El arte de la guerra, de Sun Tzu).

Hoy abandona el Gobierno Pablo Iglesias, tras haber ejercido de vicepresidente segundo durante catorce meses en el primer gobierno de coalición desde los tiempos de la II República. Iglesias se va por decisión propia, asumiendo que su candidatura es la mejor baza para que Podemos no se quede sin representación en la Comunidad de Madrid en las elecciones del próximo 4 de mayo.

Su marcha es el reconocimiento implícito de una derrota. El vicepresidente se ha estrellado con la realidad: sus catorce meses como líder del ala izquierda del Ejecutivo han sido la crónica de una bronca constante. Se va sin lograr objetivos tan importantes como la aprobación de una ley que limite el precio de los alquileres, o sin haber derogado la reforma laboral de Rajoy.

Otros logros sociales, como la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), corren a cuenta de Pedro Sánchez, que llevó a cabo la subida más importante a finales del mismo en diciembre de 2018, cuando el PSOE gobernaba en minoría. De los 736 euros al mes se pasó entonces a 900 euros, mientras que el incremento acordado en febrero de 2020, cuando él era ya vicepresidente segundo, fue de poco más del 5%, quedando el SMI en los actuales 950 euros.

Iglesias tampoco puede apuntarse como uno de sus activos en exclusiva la aprobación del Ingreso Mínimo Vital (IMV), ya que la medida fue también impulsada por el ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá. De todas formas, la aplicación de la misma puede considerarse como un fiasco sin paliativos. Este mes de marzo -10 meses después de su puesta en marcha- accedieron al IMV un total de 203.000 hogares, ¡sobre un objetivo previsto de 850.000 hogares!

El vicepresidente ha dejado en su corta pero intensa tarea como miembro del Gobierno un reguero de contiendas y enemigos. Desde la bronca que mantuvo con el presidente a cuenta de no haberle informado sobre la marcha del rey emérito fuera de España, hasta los constantes encontronazos con otros destacados miembros del Ejecutivo, como Nadia Calviño, Carmen Calvo, Margarita Robles, María Jesús Montero, o el propio Escrivá.

El consenso en el seno del Consejo de Ministros es que a Iglesias no le gusta la labor administrativa. No es una casualidad que el presidente le agradeciera, en su despedida, "su labor al frente de las residencias de ancianos durante la pandemia", cuando todo el mundo sabe que el vicepresidente no visitó ninguna.

El lastre en el legado de Iglesias no es tanto el fracaso a la hora de forzar al Gobierno a aplicar una hoja de ruta de izquierdas, sino la decepción que ha generado en sus seguidores como referente ético

Un ministro me confiesa: "Iglesias ha llegado a la conclusión de que puede condicionar más al Gobierno desde fuera que desde dentro. Él nunca va a dejar de decir lo que piensa. Otra cosa es que sus críticas perjudiquen la labor de los ministros que están en el Consejo de Ministros en representación de Unidas Podemos, especialmente de Yolanda Díaz".

Iglesias, que tuvo el instinto de aprovechar la revuelta ciudadana del 15-M para crear un partido con implantación nacional, que llegó, sumadas las confluencias, a los 71 escaños en las elecciones generales de 2016, ha dilapidado el caudal de entusiasmo que despertó en la juventud la aparición de una nueva forma de hacer política. Podemos, al igual que Ciudadanos, quería romper con el bipartidismo, devolviendo a la vida pública el idealismo que había ido perdiendo de forma constante desde los años del final de la dictadura.

Más que su fracaso a la hora de hacer realidad un programa netamente de izquierdas, lo que lastra su legado como político es precisamente la decepción que ha generado en sus seguidores como referente ético. Iglesias no sólo ha renunciado a acabar con la casta, sino que se ha convertido en casta.

El pasado viernes, coincidiendo con su renuncia al acta de diputado, el BOE publicó la declaración de bienes de los miembros del Gobierno. La declaración del vicepresidente (por no referirnos a la de Irene Montero) llama la atención. Al margen del chalé de Galapagar (valorado en 660.000 euros y para cuya compra la pareja solicitó un crédito de 540.000 euros), Iglesias ha reconocido que posee unos depósitos de 110.000 euros, otros 187.000 euros en seguros de vida y planes de pensiones, además de 8.000 euros en otros activos. Es decir, que, además de pagar el coste de la hipoteca, ha logrado ahorrar 306.500 euros. Si Iglesias hubiese seguido la norma impuesta por él mismo en Podemos, y que le obliga a ceder al partido los ingresos que superen tres veces el Salario Mínimo Interprofesional (SMI), sería imposible que hubiese acumulado ese patrimonio. El SMI era hasta 2019 de 736 euros al mes (10.302 euros al año). Hacer las cuentas no es muy difícil. Pero el resultado es sorprendente: Iglesias habría ahorrado más de lo que debería haber ingresado durante los últimos seis años, tiempo en el que se ha dedicado profesionalmente a la política. Hay que recordar, como ha hecho el ex líder de Podemos en Madrid, Ramón Espinar, que en 2014 Iglesias declaró un patrimonio de 45.000 euros. No, los números no salen.

El Podemos de Iglesias ha dejado de ser un partido impoluto. El caso Dina o las graves acusaciones del abogado José Manuel Calvente, han extendido una duda razonable no sólo sobre las cuentas de la organización, sino sobre sus métodos internos de funcionamiento.

Durante sus pocos años de existencia Podemos se ha ido convirtiendo poco a poco en un instrumento al servicio personal de Iglesias. La ruptura con Íñigo Errejón, con cuyo partido competirá en las elecciones madrileñas, fue todo un síntoma de esa apropiación del partido en beneficio propio.

Iglesias ha denostado la "vieja política", pero él ha adoptado y a veces sobrepasado, y en un tiempo récord, los vicios sobre los que construyó su proyecto de poder.

No, ningún fin bueno puede conseguirse por un mal camino. El hasta ahora vicepresidente del Gobierno, que no ha tenido inconveniente en utilizar cualquier medio para lograr sus fines, es la prueba fehaciente de que el maquiavelismo siempre tiene un precio.

"No se puede conseguir un fin bueno por un camino malo" (El arte de la guerra, de Sun Tzu).

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