Yo supe enseguida lo que pasaría con la reforma o contrarreforma laboral cuando vi esa foto de Yolanda Díaz posando su mano blanda sobre el brazo de Garamendi. Esa foto no se entendió bien, al personal le pareció que era como la seducción torpe de una dama de honor, con borrachera de soltería y amargura de mangas bombachas y turquesas, en una mesa manchada de vela, rímel y salsa rosa. O sea, un poco desesperación, un poco acoso, un poco trampa, un poco incesto, como si en la boda te tirara los tejos una prima segunda, que Garamendi tenía ojos incrédulos y asustados de eso. Pero no, no se trataba de seducción sino de desexualización: era un gesto que convertía a Garamendi en cura. Yo veía a una dama de parroquia que pelotea al cura por la santidad o el sitio en la próxima misa o merendola. Ahí supe que habría acuerdo, más que nada porque le servía cualquier cosa con tal de poder presentar algo el domingo o la legislatura.

Lo de la reforma laboral no ha sido derogación ni casi actualización, sólo una especie de zurcido muy laborioso de dama remendona de la iglesia, a quien no le importa tanto el resultado como la carga piadosa del trabajo. Díaz no seducía a Garamendi con manos anilladas ni aire caliente en la oreja, sino que peloteaba al cura que te encarga la tómbola parroquial, que en el cerrado círculo beatón es lo más cercano a la santidad o a la salvación. Quiero decir que Díaz podría haber hecho una reforma laboral o podría haber hecho un tapetillo o una fuente de arroz con leche para que se posaran los ángeles de la Navidad progre. Yolanda Díaz no tenía con esa reforma ningún objetivo concreto más allá de alcanzar un acuerdo cualquiera, como la dama parroquial no tiene más objetivo que la pesada cabezada sancionadora y beatificante del párroco.

Después de ir a visitar al papa disfrazada de médico de Rembrandt, parece normal que Yolanda Díaz se acerque al empresariado con una actitud parecida, entre la conversión, el conformismo y el cofrecito de mirra. Su izquierdismo puede fluir entre la cruz de pedrería y el té de muñecas con empresarios porque lo que busca no es la santificación de su política sino de su persona. Ahora tiene una foto con Bergoglio, que parece una foto que se hiciera el papa con su sangrador, y tiene una reforma laboral, que no importa mucho lo que diga porque sobre todo se trata de enseñar esas palabras como se enseña una reliquia, una trenza de santa o una astilla milagrosa. La reforma no gusta a los socios Frankenstein, que rugen ahora entre la rabia y la estafa, y uno lo entiende porque incluso el propio Garamendi lo está vendiendo como una manera de desactivar una reforma laboral verdadera, dura, esa que tenía pensada hasta el mismo Sánchez, y que consistía casi en la profanación del terno de Rajoy como si fuera la momia de Franco.

Va a terminar en una especie de Lady Gaga de la izquierda, una superestrella vestida de monja enfermera que es a la vez vampira anticapitalista, o algo así igual de contradictorio y vendible

Yolanda Díaz no buscaba ni la derogación ni la reforma ni la contrarreforma, lo que quería era poder presentar algo hecho en esa mecedora que tiene en el Gobierno, asaltada de aburrimiento y gatos. Es esa laboriosidad de los aburridos, que quizá una comunista en el capitalismo sólo puede hacer calceta revolucionaria mientras va de luto al Vaticano y prepara merengue de cura para el empresariado. Se trataba de tener ya para Reyes ese jersey de nudo flojo, esa bufanda de gato, ese calcetín de cojo con el que algunos creen que ya han cumplido con la magia de la Navidad o del comunismo. Se trataba de tener esa reforma laboral aunque reforme poco o nada, aunque pueda parecer igual suya que de Fátima Báñez, a la que quizá un día le copie la Salve rociera como estrategia de gobernanza. Se trataba de tener la reforma o reformita incluso sin el acuerdo de los socios Frankenstein, porque Díaz cree que lo que ella ha atado en el cielo queda también atado en la tierra, y que nadie, ni siquiera Rufián con su cosa de Eugenio siniestro, va a querer perderse su rifa y su piñata, que es lo que parecía la Moncloa con el acuerdo.

Algo hay que hacer, algo progre, algo rojales siquiera de nombre o apariencia, en ese Gobierno con el que Sánchez aburrió a Iglesias. Yolanda Díaz no es Pablo Iglesias, que seguro que sólo aceptaría un acuerdo que dejara a Garamendi y a Florentino en calzones de lunares y calcetines con liguero. Yolanda Díaz no quiere tomar el cielo por asalto, con antorchas de contendor ardiendo o de mechero de concierto de Krahe, sino que tiene pensado ir muchas veces del confesionario a la sacristía, de la tómbola a la chocolatada, y lo que haga falta. En el Vaticano no hizo más que parecer la novia de un torero, y con Garamendi no hizo más que tranquilizar a todo el capitalismo de servilleta en la papada. Pero ya sabemos que, igual que ella no puede dejar de hacer feminismo aunque parezca sor Citroën, no puede dejar de hacer progresismo aunque el empresariado le encargue magdalenas de cura mantecoso.

Yolanda Díaz, con sus martirios de lujo y su piedad enjoyonada, invierte a la vez en imagen y en santidad, siquiera confusamente, y yo creo que va a terminar en una especie de Lady Gaga de la izquierda, una superestrella vestida de monja enfermera que es a la vez vampira anticapitalista, o algo así igual de contradictorio y vendible. La reforma laboral no es ni reformita, y lo mismo su izquierda no es ni izquierdita, al menos hasta el momento de revelarse. Pero Yolanda Díaz tiene las miradas de celosía y la devoción fetichista de todo el domingo de tómbola y chocolatada que es España. O eso se cree ella, mientras se va confesando con empresarios como canónigos de Clarín o como primos ambiguos de boda.