Antes del 24-F, Crimea estaba destinada a ser el legado de Vladimir Putin al pueblo ruso. Un 20 de febrero de 2014 comenzó la invasión de los “hombrecillos verdes” que el propio Putin calificó en un primer momento como “patriotas” con “equipamiento propio”. Esa operación clandestina, junto con la fabricación de un “conflicto separatista” en el Donbás fueron el primer, y exitoso, paso del neo-imperialismo ruso. Vladimir se sintió Pedro, Ivan, Catalina, Mikhail y Gheorghy todo en uno.
Vladimir III debió de sentir que flotaba, sus actos habían sido prácticamente pasados por alto por un Estados Unidos que buscaba “el gran reset” en sus relaciones con Rusia y una UE dirigida por un liderazgo franco-alemán dispuesto a convivir con sus ambiciones neo-imperialistas a cambio de gas. El Acta Final de Helsinki había sido pisoteada, un trozo de un Estado soberano había sido arrancado por su vecino más poderoso, pero ¿a quién le importaba?
Vladimir III podría haber pasado a la historia como el último gran Zar, como el líder ruso que desafió al 'Occidente Colectivo'
Esta era, desde luego, la más alta ocasión que había visto un soberano de todas las Rusias desde que Catalina logró conquistar Crimea al Imperio Otomano. Entonces, como ahora, el sueño de la Tercera Roma se abría paso por las aguas del Mar Negro y por la campiña ucraniana. Vladimir III podría haber pasado a la historia como el último gran Zar, como el líder ruso que desafió a “Occidente Colectivo”, como un ejemplo contra-hegemónico para el sur global.
Sin embargo, su ambición le pudo. Hace aproximadamente un año, Vladimir III asistió al mismo bochornoso espectáculo al que asistimos todos con la evacuación de Afganistán. Convencido de que hoy, al igual que ayer, nadie iba a mover un dedo por Ucrania, decidió jugarse el todo por el todo y poner en peligro su legado.
La primera fase de la guerra, y es de justicia reconocerlo, vio un avance ruso considerable partiendo desde Crimea, las nuevas élites imperiales, los nuevos Potemkin en sus casas y apartamentos confiscados a la población ucraniana y ucraniana de etnia tártara desplazada, arrestada, asesinada o torturada no vieron motivo alguno para alarmarse. Desconozco si la causa fue una traición o sencillamente la necesidad de defender Kiev. Esto nos lo podrán decir analistas e historiadores en un futuro, pero hasta la contra-ofensiva de Kiev, todos estos nuevos Potemkin y sus falsas fachadas de seguridad y normalidad no vieron ocasión alguna para alarmarse.
Después, como un susurro comenzaron los anuncios de “venta” de estos apartamentos recibidos como prebenda del nuevo Zar, había algún miedo e inquietud por la cercanía de las tropas ucranianas a Jersón, pero la mayoría de los colonos, nuevos y viejos, se tomaban la guerra como un asunto lejano ¿No había dicho acaso Putin que si Ucrania intentaba recuperar Crimea por la fuerza alguna vez iba a utilizar sus armas nucleares y no quedarán supervivientes?
Crimea corre el riesgo de convertirse en el Afganistán y en el Saigón de Putin
La amenaza del nuevo zar les reconfortaba: seguro que Rusia, esta nueva Rusia renacida de sus cenizas será capaz de defenderles, de mantenerles en su magnífica burbuja. Una cosa fue el contra-ataque de Kiev, el hundimiento del Moskva y la quiebra de la gran ofensiva en el Donbás, pero la toma de Crimea o siquiera su bombardeo (como el de Belgorod) parecía inconcebible.
No obstante, hace pocos días, esa tranquilidad se vio turbada por la destrucción de la base aérea de Saki. Aún no sabemos a ciencia cierta con que medios, pero poco importa. Esa burbuja, ese legado, esa cápsula donde para algunos nadie podía entrar para mancillar la herencia de Vladimir III ha sido rota en mil pedazos. Las imágenes de bañistas apresurándose a recoger sus pertenencias, antes de subirse a sus coches, chancla en pie, para cruzar apresuradamente el puente de Crimea y salvar lo que puedan, las multitudes agolpándose en las estaciones de tren, el pánico, el miedo que pensaban que solo era para “otros” ahora ha llegado a esa fachada de Potemkin.
Crimea, corre el riesgo de convertirse en el Afganistán y en el Saigón de Putin. Ha invertido demasiado capital, tanto propio como de la Federación Rusa para retirarse ahora, pero, incluso a pesar de la inferioridad de las fuerzas ucranianas en algunos ámbitos (una economía destrozada y una dependencia absoluta del armamento extranjero), su moral su capacidad de combate y sus ventajas operativas con ciertas armas (HIMARS y derivados) ante los cuales las defensas rusas pueden hacer poco o nada, hacen que una reconquista de Crimea sea una posibilidad.
Si el cerco de Jersón se cierra, como todo parece indicar en este momento, la última línea defensiva rusa antes de llegar a Crimea habrá sufrido un varapalo irreversible. Miles de prisioneros caerán en manos ucranianas, junto con el material pesado que no han podido evacuar o destruir. Será, sin un ápice de exageración, un Stalingrado para el tamaño actual del dispositivo ruso.
En la Segunda Guerra Mundial, los últimos verdugos de Ucrania, Alemania, en especial y Rumanía, estaban convencidos de que una “fortaleza crimea” iba a ser un obstáculo insalvable en el avance del Ejército Rojo. Se invirtió un gran esfuerzo en fortificar toda la Península, pero la conclusión nada halagüeña a la que llegó el Alto Mando Rumano, mucho antes que el alemán, fue que se estaba creando un “campo de prisioneros virtual” que iba a dejar a sus tropas atrapadas y aisladas.
Finalmente, en una de sus poquísimas excepciones a su principio de no ceder “ni un palmo de tierra a los eslavos” Hitler acabó aceptando el plan de sus aliados rumanos. Con un esfuerzo sobrehumano, la marina rumana (tanto de guerra como mercante) logró evacuar a unos 80.000 soldados y civiles del Eje en la llamada “Operación 60.000” y el Ejército Rojo recuperó Crimea.
Si Putin se retira de Crimea, estará clavando un clavo en el ataúd de su legado
Putin y su Alto Mando insisten machaconamente en la memoria de la Gran Guerra Patria, pero han demostrado ser absolutamente incapaces de aprender sus lecciones. Ahora mismo, las tropas rusas están en una posición análoga a la que estaban las tropas del Eje en 1944, pero sin un aliado que susurre en su oído que ha llegado el momento de retirarse y sin la posibilidad material o política de hacerlo.
Políticamente, si Putin se retira de Crimea, estará clavando un clavo en el ataúd de su legado. No quedará nada de la gloriosa memoria de Vladimir III, habiendo conseguido el dudoso honor de ser el primer nuevo “Zar de Todas las Rusias”, en haber visto tanto su ascenso como su caída en 20 años. Es improbable que Putin sobreviva a los intentos de sus halcones por despedazarlo si decide abandonar Crimea.
Por otro lado, material y militarmente hablando, aunque Rusia aún mantiene su supremacía naval, las nuevas armas ucranianas, la erosión de su superioridad aérea y las lecciones del Moskva y de la Isla de las Serpientes nos demuestran que intentar una nueva “Operación 60.000” sería un suicidio. Los buques de evacuación serían detectados en seguida por los satélites de EE.UU., para acto seguido sufrir una verdadera tormenta de misiles antibuque y medios aéreos no convencionales (drones).
Rusia no necesitaba Crimea; el mito de Vladimir III sí. Rusia puede y debe vivir sin Crimea; Putin, no
En definitiva y a modo de conclusión, Putin ha sido presa de su propia ambición, de manera relativamente similar al cuento de Tolstoi “¿Cuánta Tierra Necesita un Hombre?”. Rusia no necesitaba Crimea; el mito de Vladimir III, sí. Rusia puede, y debe, vivir sin Crimea; Vladimir Putin, no.
Ahora mismo, Putin confía en un descalabro ucraniano y/o en un desgaste de los Aliados Europeos antes o de cara al invierno para poder salvar su legado y su puesto, pero sabe perfectamente que su momento Saigón/Kabul está a la vuelta de la esquina y en su fuero interno debe de estar maldiciendo ese 24-F cuando decidió echarlo todo por la borda. La Batalla de Crimea está a punto de comenzar.
Victor Vasilescu es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas, máster en Relaciones Internacionales-Estudios Africanos.
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