Félix Bolaños, que es como el cura joven pero con boina del sanchismo, el imberbe guardia suizo con uniforme anacrónico, sonsonete anacrónico y hacha con voluta anacrónica, no podía faltar en el funeral de Benedicto XVI, que estuvo entre la grandiosidad y el entierro de un pajarillo de Dios. El ministro de Presidencia, especie de ministro de sacristía, tenía que estar allí, no ya para presentar sus respetos institucionales y su lágrima seca de circunstancia, como una gota de cera de cirio, sino para aspirar todo ese incienso de magisterio y de misterio coreografiado que deja un papa ascendiendo al Cielo en un humilde cestillo, como Cantinflas en globo. Ya he dicho aquí que Pedro Sánchez iba para papa y me reafirmo en que el sanchismo aspira a iglesia y Bolaños aspira a llevar la palangana ceremonial para pies de todo eso. De ahí que lo hayamos visto pontificar sobre las buenas nuevas de Cataluña y sobre el CGPJ un poco ex cáthedra, un poco en italianini teologal y un poco mareado de santidad ahumada.

La Moncloa ya era como un Vaticano con altar sanchista de bicicleta elíptica, pero Bolaños ha vuelto de Roma inspirado, transfigurado o arrebatado, como un pastorcillo de Belén ante el ángel luminoso (el ángel es el becario de las fotocopiadoras de Dios). Cuando uno está en San Pedro, la verdad es que se da cuenta de que todas esas columnas inmensas y casi paganas no están allí para sostener unos Cielos que son de encajito ni unas bóvedas que son de algodón de nube, sino para sostener toda la contradicción de la religión. Eso es algo, parece ser, que sólo se puede levantar con ayudas homéricas, de algún Atlante boxeador o de algún filósofo forzudo. Quiero decir que cualquier contradicción se puede sostener con suficiente mármol, suficiente fuerza y suficientes postales, y eso es lo que parecía hacer Bolaños, que había aprendido a vendernos el sanchismo como ese Vaticano o ese Dios a la vez leve y pesado, pobre y rico, poderoso e impotente, piadoso y aplastante.

Bolaños, aunque le ponga fe y vino dulce, no tiene ni talento ni munición para colar, a estas alturas de descreimiento o de revelación del sanchismo, cuentos de pastorcillos deslumbrados y de santos de sandalia

Bolaños, con su aleteo de manos como de pergaminos, como un san Pablo con pluma de escribir y luz de claraboya divina, nos trajo de Roma o gracias a Roma una especie de Trinidad sanchista con la Cataluña en paz, el CGPJ ecuménico y hasta los fijos discontinuos tocando la lira, o algo así. A los barones del PSOE, que son un poco como los corintios del sanchismo, los tranquilizaba o los instruía asegurando que todo lo que ha hecho Sánchez indultando a los golpistas, eliminando la sedición, convirtiendo la malversación en pecadillo de novicia y haciéndole al independentismo, al populismo y al tribalismo antidemocráticos el trabajo de secretaría, de intendencia y de zapa desde el Gobierno; todo eso, en fin, supone en realidad un “activo electoral” y eso les va a dar muchos votos a Page, a Lambán y a los demás.

Yo me imagino el consuelo de los barones, esos corintios más bien berroqueños, al oír estas bienaventuranzas. Como me imagino el consuelo del viejo rebaño socialista al recibir los bofetones de una mejilla a otra, bofetones en el partido, en la ideología, en los principios, en la memoria, en la lógica, en el bolsillo y, claro, en las encuestas. Seguramente los socialistas de ahora, ya lo decíamos ayer, no van a hacer como Nicolás Redondo, que renunció a su escaño como dejando allí, todavía calientes, sus virutas, migas y altramuces de obrero. Pero otra cosa es que Sánchez, que no sólo está dejando vacío el socialismo, como una fiambrera vacía, sino que está dejando vacíos el propio Estado y la propia democracia, vaya a raptar ahora a los militantes y votantes como ese Jesús evangélico y americanizado de ruló y arrebatamiento, sin más que sonreírnos con su barba de tirabuzón y su cruz como un Colt.

Bolaños también se trajo del Vaticano, como un rosario del papa Wojtyla, un CGPJ más católico, bendecido y ochentero que nunca. Quiero decir que esa manera que tenemos desde Alfonso Guerra de elegir a sus vocales no sólo es “constitucional y democrática” según nos recalcaba el ministro (la de antes, cuando los jueces elegían a los jueces, era igual de constitucional y democrática), sino que tiene algo de Espíritu Santo bajando a beber a la boca de los jueces como a la de los cardenales. Algo superior, una inspiración y una autoridad divinas, incluso una estética también divina tiene este sistema que no tiene el otro, a juzgar por la defensa que hacía Bolaños como en un latín de Trento o de Valle-Inclán.

Lo que no nos dice Bolaños, como no nos lo dice el cura, es que ese Espíritu Santo, divino o nacional, es muy humano. En este caso, son los partidos haciendo cuentas, repartos y tratos mefistofélicos con los jueces, o al menos intentándolo. Ese hálito divino o nacional incluso puede concretarse mucho más: según palabras del propio Bolaños, la paloma de la voluntad popular, algo así como la Blanca Paloma del Rocío, son en realidad él mismo y González Pons charlando en un cuartito y poniéndose de acuerdo en un rato, sin más cónclave de cardenales falleros o parlamentarios graves, ni más chispazos de Dios, de Miguel Ángel o siquiera de Rufián. Para despolitizar la justicia hay que sacar a los partidos de ella, no buscarle a estos manejos más justificaciones teológicas. Pero eso sería como quitarle a Sánchez (o a Dios) sus soldados y sus conspiraciones.

Félix Bolaños, ministro de la doctrina y del copón sanchistas, pasea el botafumeiro así en el Vaticano como en la Moncloa. Seguramente no sabe manejar la fotocopiadora ni los arbotantes de Dios, pero está entusiasta y milagrero, como una monjita de Fátima. Es comprensible, porque Bolaños, ministro lechal, venía de ver la grandeza de la modestia, el descomunal poder de la mansedumbre, el bendito consuelo de la resignación, la arquitectura voladiza y eterna de la contradicción. Sánchez va para papa, el sanchismo aspira a iglesia, pero seguramente Bolaños, aunque le ponga fe y vino dulce, no tiene ni talento ni munición para colar, a estas alturas de descreimiento o de revelación del sanchismo, cuentos de pastorcillos deslumbrados y de santos de sandalia, feria y tocón.