A ratos pareció que lo conseguirían. Que Javier Calvo y Javier Ambrossi, power couple del audiovisual español, lograrían deshacer el encantamiento de los Goya, sacar la espada de Excalibur, conseguir que los premios de la Academia de Cine fueran por fin un espectáculo entretenido pasándolo por el infalible filtro Los Javis, que parecen convertir en éxito todo lo que tocan. Comenzaron la gala en pijama, en el salón de su casa, soñando con presentar algún día los Goya con Ana Belén. Hasta que se les apareció Ana Belén con un precioso vestido azul royal de Juan Vidal, y su casa se transformó en el escenario del auditorio de la Feria de Valladolid y los pijamas en un corpiño de Palomo, un top de lentejuelas, pantalones fluidos y zapatos de Louboutin. Y apareció Amaia, la Amaia de OT y de los Javis, cantando al piano Mi gran noche de Raphael, y siguió David Bisbal con una energía de millennial que envidiaría cualquier finalista de OT 2023 y que contagió incluso a los invitados más reticentes.

Ya estaban servidos, sin solemnidad, sobre un escenario que por fin aspiraba más al de Noche de fiesta que al de los Oscar, todos los ingredientes para empezar con buen pie la gala: la mitomanía pop, la gran canción de karaoke de España –el público entregado, la ministra Ana Redondo canturreando–, el punto sentimental, el alfa y el omega de OT, el kitsch involuntario de Bisbal, la presencia sacerdotal de Ana Belén, Sigourney Weaver, Goya Internacional, gestionando su perplejidad desde el patio de butacas –los perplejos seríamos luego nosotros con el desfase de los subtítulos de su discurso, que anticipaban lo que la actriz iba a decir–.

Los Javis lograron incluso encajar con soltura el ineludible alegato contra los abusos sexuales –entre Gaza y el sexo, del sector primario nadie se acordó–. Pero el prometedor suflé pronto comenzó a caerse, sucumbiendo bajo el empeño de reproducir año tras año un formato estandarizado, el de los Oscar, que solo funciona cuando hay muchas estrellas de verdad.

Los presentadores intentaron llevar la gala a su terreno, renunciaron a la verborrea y los chascarrillos habituales, extirparon cualquier traza de sectarismo, pero no lograron trabar una dinámica que enganchara al televidente. Estuvieron, de hecho, desaparecidos la mayor parte de las tres horas y media de gala. El número del selfie con los perdedores de los Goya fue un caos inconcebible en un espectáculo de televisión. No se entendió bien el tráiler que hizo pasar Ocho apellidos vascos, de cuyo éxito se cumple una década, por una película de terror para ilustrar la importancia del montaje cinematográfico. El homenaje a Juan Mariné, 103 años, Goya de Honor después de haber fotografiado 140 películas y restaurado muchas más, fue de lo mejor de la gala. El tributo a Concha Velasco, manifiestamente insuficiente. Y el Se acabó de María José Llergo, India Martínez y Niña Pastori, recuerdo a María Jiménez y sublimación del principal lema reivindicativo de la noche, sonó ya un poco manido después de tantas versiones –la última, la de Bea en la gala del lunes pasado en, otra vez, OT–.

La actriz Susi Sánchez, vicepresidenta de la Academia de Cine –y encargada de cantar en off las nominaciones–, salió al escenario con todas las mujeres de su junta directiva esgrimiendo paipáis rosas con el lema de rigor. Llama la atención que les pareciera razonable salir solo ellas, sin sus colegas masculinos. En cualquier caso, el clamor contra la cultura de la violación en el mundo del cine no fue tal. Pocas voces y muchos silencios y ausencias que dan a entender que el respaldo a los procesos mediáticos contra supuestos agresores está lejos de ser unánime. Y que muchos que figuran en esas listas negras que circulan de móvil en móvil prefieren no dejarse ver en este tipo de eventos, por si acaso les señalan en público.

Asistimos también a una querella sorda entre dos formas de entender el cine. Cuando Pablo Berger recogió el Goya al Mejor Largometraje de Animación por Robot Dreams, recordó que su película solo se puede ver en salas y deseó "larga vida al cine en los cines". ¿Un dardo a Juan Antonio Bayona, que estrenó la suya en salas de manera testimonial tres semanas antes de lanzarla en Netflix? Tanto Cinesa como Yelmo se negaron a exhibir La sociedad de la nieve porque reclamaban un plazo de explotación mayor.

Bayona no desaprovechó la oportunidad de desquitarse al recibir el Goya a la Mejor Dirección, uno de los doce que ha conseguido su filme. "A pesar de que no se llegó a un acuerdo con los distribuidores, nos remangamos y la película ha llegado a los 450.000 espectadores en las salas de cine españolas". Envió un recado a aquellos que se negaron a financiar el proyecto porque consideraban que "no había público" para la película. "Gracias a que apareció Netflix se pudo hacer y ha tenido 150 millones de espectadores en todo el mundo". Y se erigió en el cineasta del público frente a cierto cine de autor ensimismado. "Es nuestra asignatura pendiente. Necesitamos un público para tener una industria fuerte" que permita hacer mejores películas con más recursos.

Con su smoking blanco, como Garci cuando recogió el Oscar por Volver a empezar y como Bogart en Casablanca, aunque con algo menos de aplomo y las gafas empañadas de llorar por los premios conseguidos por sus compañeros de película, Bayona se permitió dar alguna lección a sus colegas. Y, sobre todo, hablar de cine.