Aunque en el terreno de la hipótesis, los resultados del 12-M hubieran arrojado una clara derrota de la independencia en Cataluña. Si proyectamos los votos recibidos por partidos independentistas y no independentistas, la diferencia sería de 10 puntos: un 52% estaría en contra de la independencia, mientras que un 42% estaría a favor.

Ese ejercicio teórico coincide básicamente con los resultados del Centre de Estudis d'Opinió (CEO, el llamado CIS catalán, que depende de la Generalitat), que en su última encuesta muestra que un 41% de los catalanes estaría a favor de la independencia, mientras que un 51% se mostraría en contra. Esta práctica coincidencia entre los datos de la encuesta del CEO y los resultados electorales confirma que durante los últimos años el independentismo ha ido perdiendo fuerza en Cataluña. Recordemos que, según el mismo CEO, en 2017, año del referéndum ilegal del 1-O, los partidarios de separarse de España eran el 49%, mientras que lo que preferían seguir formando parte de España se quedaban 5 puntos por debajo: 44%.

Es de destacar que ese descenso de siete puntos en los partidarios de la secesión se ha producido mientras en Cataluña gobernaban precisamente los independentistas, primero mediante una coalición, y durante los dos últimos años con ERC en solitario en la Generalitat.

Este descenso continuado y significativo ha tenido su plasmación más evidente en la capacidad movilizadora del movimiento independentista. Mientras que hace siete años la Diada convocaba a más de medio millón de personas en Barcelona, en la última, celebrada en 11 de septiembre de 2023, según la Guardia Urbana de Barcelona, participaron sólo115.000 personas.

Prácticamente desde junio 2010, cuando se produjo la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía que fue aprobado en 2006, la política catalana ha girado en torno al derecho de autodeterminación. Los distintos gobiernos de la Generalitat se han focalizado en las políticas identitarias, tanto en los medios públicos, como en la educación, y en acusar al gobierno central de ser el responsable de todas las carencias económicas de Cataluña.

La independencia pasa a segundo plano porque los número no dan. Ahora toca pedir un sistema fiscal como el del País Vasco

Lo que ha demostrado el 12-M es que la mayoría de la sociedad catalana (es significativo que se haya abstenido un 40% de la población) quiere desengancharse de la política del victimismo, que ha llevado a Cataluña a perder la hegemonía económica. Mientras que Cataluña, gobernada por los independentistas, perdía fuerza y empresas (más de 3.000 abandonaron Cataluña tras el 1-O), Madrid iba tomando el relevo con una pujanza nunca vista hasta ahora.

Lo que ha ocurrido en el seno del independentismo tras el 12-M es que el cabeza visible del movimiento pasa a ser de manera indiscutida Puigdemont. La decisión lógica de abandonar la política de Pere Aragonés (tras un descalabro de 13 escaños) deja todavía más expedito el camino al líder de Junts para ejercer como pope del movimiento. Es otra lección importante: el independentismo ha premiado la resistencia y no la negociación. Por eso, la conclusión que saca el PSOE de estos resultado no es cierta. A Illa le ha ido bien, pero al partido que ha preferido negociar a confrontar con el Gobierno le ha ido rematadamente mal.

Puigdemot intentará sacar provecho de una situación que tampoco es ideal para él (al fin y al cabo Junts sólo ha conseguido el respaldo del 21,61% del electorado), y tratará de vender muy caro su apoyo a Pedro Sánchez en el Congreso.

El líder de Junts sabe que no tiene mayoría para gobernar y que lo lógico es que el PSC quiera gobernar en minoría. Si Puigdemont acepta esta situación de facto será a cambio de algo muy sustancioso en Madrid. O romperá la baraja.

¿Qué puede ser ese premio a no romper la mayoría de la investidura? Desde luego, no el referéndum. Sobre eso habrá palabrería, pero nada más. Con los números del 12-M ni siquiera Puigdemont se atrevería a pedir ahora una consulta. Lo que va a intentar Junts, posiblemente con el apoyo de ERC, es que el Gobierno acepte negociar un sistema fiscal para Cataluña como el que rige en el País Vasco.

Esa cesión supondría la implosión del actual sistema de financiación autonómica. Algo que rechazarían las autonomías gobernadas por el PP e incluso las que gobierna el PSOE.

Por tanto, estamos ante un callejón sin salida. La independencia ha dejado de ser una reivindicación a corto plazo por razones objetivas, pero la alternativa es aún peor para un Estado que se basa en un esquema de solidaridad interterritorial.

Los próximos meses nos depararán grandes sorpresas. Y tal vez nuevas elecciones... en Cataluña y en España.