Debía ocurrir en Faramontaos, en A Merca, el pueblo de su madre. Es el mismo camposanto orensano que acogió a su hijo hace trece años, en noviembre de 2007. Allí descansa desde entonces, alejado de miserias y humillaciones de quienes no dudaron en atacar su lápida y arrojar sus flores para mantener viva la intolerancia. Lejos de allí, en casa de su hermana, en Madrid, los restos de su padre esperaban a que la cuarentena diera su permiso para el viaje. Ella, su madre, lo tenía planeado. Por fin sus ‘Migueles’ reposarían juntos.
El coronavirus precipitó el último quiebro del destino de Consuelo. Uno más en su dolorosa vida. Cuando le despedía a su marido en el tanatorio de Vitoria aún no imaginaba que el plan no se cumpliría, no como ella había pensado. Vivieron juntos 55 años y su muerte se escribiría con apenas unos días de diferencia.
Ahora la desgracia reposa sin piedad sobre su hija, Mari Mar. Aquella joven de gafas y pelo rubio que en 1997 regresó de forma precipitada de Escocia para suplicar a los captores la liberación de su hermano. Su imagen de dolor en el balcón del Ayuntamiento de Ermua, cogida de la mano a su madre y de su padre, con la mirada perdida, es ya parte de la historia de este país.
La vida de Miguel y Consuelo transcurrió a menudo en silencio, siempre con discreción y sin elevar la voz. Fue su hija quien optó por tomar el testigo de su hermano y dedicarse a la lucha política. Ellos no lo hicieron ni siquiera para denunciar, lamentar o reclamar. No hacía falta. Bastaba su mirada y su silencio para dejar sin palabras a quienes un día aplaudieron su desgracia. Sí, hubo quien lo hizo.
Miguel se fue primero, el día 12. Consuelo falleció poco después, el pasado miércoles. A ‘Míguel’, con acento en la i, se lo llevó la intolerancia de ETA. A su Miguel, el albañil de Xunqueira de Espadanedo que un día llegó a Euskadi de su Galicia natal, lo hizo la enfermedad que devora los recuerdos. Y a ella, a la mujer de la sonrisa humilde y ojos azules y frágiles, el virus que estos días no pregunta ni pide disculpas.
Ella lo reconocía a los más allegados. El asesinato de su hijo le mató en vida. Consuelo Garrido y su marido Miguel Blanco nunca fueron los mismos a partir de aquel mes de julio de 1997. Lo ocurrido transformó a la sociedad española, reorientó la lucha contra ETA y convirtió a su hijo en un símbolo. Pero en casa, en la familia, el dolor nunca desapareció. La pena se instaló y con ella, la enfermedad. A Miguel el Alzheimer le arrebató los recuerdos, a Consuelo el cáncer le dio una segunda oportunidad, que debió compartir con sus problemas de corazón y sus dificultades con la vista. Demasiadas dolencias para soportar el último revés propinado por el maldito virus.
El último revés
El adiós a su hijo Miguel fue multitudinario. Millones de personas recordándole en cada rincón de España, elevando manos blancas y pidiendo paz y justicia. La de su marido, en cambio, fue una despedida discreta, además de dolorosa. Para entonces la epidemia ya acechaba y los actos debían celebrarse sólo entre los más allegados. Sin funeral. La suya, jamás la hubiera imaginado. Ni por la fecha ni por la forma. Sola, sin el calor de los suyos , prohibido por decreto del Gobierno, como las cientos de víctimas que cada día engrosan las terribles listas de fallecidos del Covid-19 y que abarrotan las improvisadas morgues. No, el destino no se ha portado bien con los Blanco Garrido.
Cuando a Carlos Iturgaiz se le pregunta cómo conoció a Miguel y Consuelo le viene a la memoria el 10 de julio de 1997. El hoy candidato a lehendakari del PP era entonces presidente del Partido Popular en Euskadi. Aquella mañana de verano disfrutaba de los Sanfermines invitado por Miguel Sanz, entonces presidente de Navarra. Viajó inmediatamente a Ermua hasta la casa de los Blanco Garrido. Miguel, el padre, aún ni siquiera había llegado. Poco después se enteraría sorprendido por la maraña de periodistas que esperaba a la puerta de su casa y a la que preguntó sorprendido, “¿Qué ha pasado?”: “¿Es usted familiar de Miguel Ángel?”. No respondió, su cara de sorpresa y pánico lo hizo por él.
“Recuerdo que era una casa sencilla, un tercero sin ascensor. Serían unos 70 metros cuadrados. En un salón pequeño vi a Consuelo y a la novia de Miguel, ambas acurrucadas, con gesto de miedo. La madre estaba preocupada por dónde estaría su hijo y por lo nervioso que estaría. 'Tiene un problema de nervios' me dijo”. Su segunda inquietud era Miguel, su marido, que a esa hora debía regresar del trabajo, “ya verás cuando se entere”, repetía angustiada una y otra vez.
Cuando llegó, aún manchado con la ropa de trabajo y restos de pintura, fue Iturgaiz quien le comunicó lo que había ocurrido: ETA había secuestrado a su hijo y exigía el acercamiento de los presos de la banda a Euskadi a cambio de la vida de Miguel. “El padre se puso a llorar y a darse golpes contra la pared en el pasillo de la casa. Fue una escena muy dura”.
El resto de la historia es sabida. A partir de ahí, la vida de toda la familia cambió. Iturgaiz recuerda que desde el partido se les intentó arropar lo máximo posible, “eran muy buenas personas, no es por decir lo típico, sino porque era así. Gente muy trabajadora”. La relación se fue afianzando hasta el punto de que Iturgaiz y su familia acudieron varias a veces a comer a casa de Consuelo y Miguel, “ella era muy buen cocinera, como muchas mujeres gallegas, hacía una fantástico pulpo y empanada”.
Los 'padres de todos'
En Ermua la crueldad de los sectores más radicales fue haciendo cada vez más difícil sobrellevar el duelo a una muerte cruel como la que sufrió su hijo. Los ataques a su tumba fueron la gota que colmó el vaso. Después de trasladar los restos de Miguel Ángel al cementerio de la localidad natal de su madre, A Marca, el siguiente paso fue instalarse en Vitoria. “En Ermua lo pasaron mal. La profanación del nicho de su hijo fue un golpe muy duro”. Los viajes a Galicia y a un pequeño piso que tenían en Guardamar, en Alicante, eran su pasión. A Consuelo los paseos por la playa, el sol y disfrutar de la tranquilidad de su clima le ayudaban a olvidar, a sobrellevar la pena.
Desde hace unos años la pasión de ambos eran sus dos nietas, de cuyas fotografías tenían repletos sus móviles. Las hijas de Mari Mar habían insuflado una nueva ilusión a sus vidas oscurecidas desde aquellos días de julio de hace 23 años. Pero la enfermedad hacía tiempo que incordiaba. La tristeza inmensa que se había asentado le había abierto la puerta. A Miguel la demencia le iba invadiendo sin piedad, a ella el cáncer de pecho la había afectado, pero se había sobrepuesto. Ni siquiera los problemas de los lagrimales que le obligaban a llevar gafas oscuras o los problemas de corazón habían podido con ella.
Consuelo había viajado junto a su hija a Madrid para sobrellevar la pérdida de su marido y prepararse para pasar el duelo. Pero en sólo unos días, los síntomas propios de una gripe empezaron a aflorar. El paracetamol no los aplacó y fueron complicándose hasta obligar a su ingreso hospitalario. Al día siguiente, el coronavirus sumó un nuevo varapalo a la historia de la familia en apenas dos semanas. “Lo terrible es que no se han podido despedir de ella”. En casa guardaban con cariño los restos de Miguel para depositarlos junto a los de su hijo. Ahora también lo hacen los de Consuelo.
La directora de la Fundación Miguel Ángel Blanco, Cristina Cuesta, aún no se ha recuperado del impacto. Asegura que a lo largo de estos días ha recibido multitud de mensajes de recuerdo y reconocimiento hacia Miguel y Consuelo. “El periodista Miguel Ángel Mellado escribió un libro titulado ‘El hijo de todos’ sobre Miguel Ángel Blanco. Yo creo que Consuelo y Miguel, de algún modo, también fueron los padres de todos”. Señala que las muestras de respeto y cariño hacia ellos son increíbles durante estos días, “a ambos se les vincula con la dignidad ante el dolor, son un ejemplo de ello”.
Nunca buscaron el protagonismo. Su posición fue discreta, en un segundo plano ante las reivindicaciones de los colectivos de víctimas, “pero se convirtieron en un símbolo del dolor de tantos, de muchos que nos sentimos identificados con ellos”. Cuesta recuerda ahora las palabras de Consuelo en el documental ‘Las voces de Antígona’, elaborado por la Fundación de Víctimas del Terrorismo, en las que la madre de Miguel Ángel Blanco asegura que no odia: “Ni tengo odio contra ellos, ni contra las familias, ni tengo odio contra nadie. Yo siento mucho dolor, nunca he sentido odio”.
Sin arrogancia
Destaca que pese a la singularidad, por el impacto que tuvo, que acompañó el asesinato de su hijo, siempre se comportaron con humildad y sencillez, “nunca hubo arrogancia sino todo lo contrario”: “Actuaron como gente sencilla y de gran entereza. Me sorprendía el recogimiento en el dolor que mostraban y su dignidad. La dignidad con la gestionaron todo ese dolor”. Cuesta recuerda de modo especial la escena vivida durante el juicio a los asesinos de su hijo. Una vista a la que Miguel no pudo acudir por la incapacidad de soportar ver cara a cara a los que le arrebataron a su hijo. Consuelo sí pudo con ello: “En el juicio a ‘Txpote’ y Gallastegi el padre no se sintió con fuerza para acudir, para estar delante de ellos. Comprobar cómo ella fue capaz de aguantar las risitas y miraditas cómplices de los asesinos de su hijo es algo duro y muy difícil. Allí estuvo Consuelo, acompañando a su hija Mari Mar. Aguantó con fortaleza y dolor. Es un recuerdo de ella que tengo muy marcado”.
A partir de 1997 Miguel, el padre, nunca fue el mismo. De carácter más introvertido, el asesinato de su hijo lo marco de por vida. “En su mirada siempre vi la tristeza infinita por lo que le hicieron. Era una tristeza no superada con la que ha tenido que convivir. Recuerdo cuando decía que en ocasiones la tristeza le invadía mientras trabajaba y debía parar unos minutos para apoyarse en la pared antes de poder continuar”.
Cuesta, hija de Enrique Cuesta, delegado de Telefónica en Guipúzcoa, asesinado en 1982 por los Comandos Autónomos Anticapitalistas-, subraya que en ellos vio lo que en otras muchas familias de víctimas también ha comprobado, “ves que a pesar del paso del tiempo el dolor no termina de encajar, el duelo es difícil de completar": "En ocasiones se nota incluso físicamente. Miguel era un ejemplo claro de ello. Asimilar la muerte de un hijo en esas circunstancias es muy difícil”.
La directora de la Fundación asegura que trabaja ya en cómo homenajear a Miguel y Consuelo, probablemente con motivo del próximo aniversario del asesinato de Miguel Angel a mediados de julio. Además de recopilar los numerosos mensajes de apoyo que están recibiendo, Cuesta plantea dedicarles los homenajes este año. “Ya he pensado incluso en cuál podría ser el lema más apropiado para recordarles: ‘La resistencia de la dignidad’”.
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