Hubo un momento en la historia del arte en el que los artistas quisieron correr tanto como la propia sociedad. Una mezcla de idealismo, responsabilidad y compromiso los empujó a a vestir a sus musas de cotidianeidad y presente, pintando escenas de la vida moderna que fascinaban y preocupaban por igual a aquellos que se atrevieron a inmortalizar en su arte el signo de los tiempos inciertos.

Esta pulsión por capturar su momento histórico, con sus luces y sus sombras, fue categorizada tiempo después como arte social. Y con él, el legado que dejaron nos permite acercarnos a un período de la historia en el que el ritmo del mundo se aceleró para nunca más dejar de hacerlo.

Ahora, echando mano de su inmenso depósito y también de algunos préstamos, el Museo del Prado presenta Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910). Una muestra que se convertirá, desde el 21 de mayo hasta el 22 de septiembre, en la gran exposición de la temporada de la pinacoteca madrileña. Tanto es así, que el despliegue incluye cerca de 300 obras, algunas de ellas inéditas, que ocuparán las cuatro salas disponibles para exposiciones temporales.

Imágenes de las salas de la exposición. Foto © Museo Nacional del Prado.

Comisariada por Javier Barón, jefe de conservación del Área de Pintura del Siglo XIX, el Museo del Prado ha presentado esta exposición, en palabras de su director Javier Solana, como la" gran exposición de la temporada y una de las muestras más ambiciosas del museo".

Enmarcado entre los gobiernos liberales de 1885 y 1910, este recorrido a través de una etapa decisiva para la transformación de España ofrece una compleja mirada hacia ese país que buscaba el progreso entre tanto desencanto por la crisis de fin de siglo. Con esta premisa, la muestra refleja una combinación de claroscuros que van desde la luminosidad costumbrista de Sorolla, hasta la España negra de Regoyos.

Las hijas de María (Servantes de Marie) Darío de Regoyos.

Con ánimo de redescubrir los depósitos de una amplia colección propia llena de obras adquiridas por el Estado en las exposiciones nacionales, el Museo del Prado se reconcilia así con una manifestación artística que no había sido abordada de forma monográfica antes. Una parte de la historia del arte, más o menos olvidada, entre la pintura histórica del siglo XIX y el movimiento vanguardista de la primera mitad del XX.

La muestra, estructurada a través de bloques temáticos, comienza con la gran trasformación de finales de siglo que dinamita las relaciones sociales de entonces: el trabajo. En la primera sala, la Preparación de la pasa (1900) de Sorolla ilustra con su deslumbrante dominio de la luz una escena de jornaleros, mientras al fondo de la habitación la brutalidad tremendista de los caballos muertos de Regoyos en Víctimas de una fiesta (1894) pone el contrapunto.

Y del campo a la fábrica, pasando por el mar, la sociedad española se enarbola a través de un nuevo contrato social en el que se puede ver también la introducción de la mano de obra barata: las mujeres y los niños en la industria. Aquí entra en juego el naturalismo benévolo de Rusiñol (Fábrica textil, 1889) y también la dureza escultórica de Pablo Gargallo (En la artesa, 1898).

En su evidente afán didáctico, la exposición presenta una disposición bimembre con pequeños gabinetes de fotografías y otras técnicas gráficas como carteles, grabados, litografías y carboncillos. Es aquí donde entran en juego los aguafuertes de Ricardo Baroja y los dibujos de Juan Gris y Pablo Picasso, que complementan a las pinturas de gran tamaño y las esculturas. Además, una sala audiovisual con material cinematográfico completa la visita en la última sala de la exposición.

Entierro en el campo Pablo Picasso | © Sucesión Pablo Picasso.

Una nueva sociedad necesita fundarse sobre unos nuevos cimientos, es aquí donde entra en juego la educación y el interés por aprender los conocimientos sobre los que tendrán que crecer las nuevas generaciones. El nacimiento de la Institución Libre de Enseñanza y la inclusión de las niñas en la enseñanza (La amiga, 1901 Domingo Muñoz y Cuesta), son algunos de los avances que reflejan las pinturas de la época en en esta materia.

La muestra continúa con la disección del papel de la religión, donde domina principalmente el interés por las procesiones. La austeridad, lo telúrico y el tenebrismo hacen hincapié en la zancadilla que suponía la tradición supersticiosa de la religión para las ambiciones regeneracionistas de los liberales.

En contraposición con los tonos oscuros de los motivos religiosos, la investigación científica y la medicina en particular llegan para alumbrar. Una luz blanca, aséptica, fría quizá, que se convierte en la gran esperanza del progreso. La temática de la obra que culmina esta sección es Una sala del hospital durante la visita del médico jefe, 1889 (medalla de honor en la Exposición Universal de París) de Luis Jiménez Aranda. Representa la lucha de la medicina empírica contra el más inevitable de los males: la enfermedad.

Una sala del hospital durante la visita del médico en jefe, por Luis Jiménez Aranda

El recorrido sigue con la ilustración de los grandes movimientos migratorios, recordando que en la última década del siglo XIX unos 400.000 españoles emigraron fuera de nuestras fronteras. Sin embargo, ahora el perpetuo camino hacia ninguna parte se efectúa ahora en medios de transporte masivos (Emigrantes, 1908, por Ventura Álvarez Sala).

El individuo pasa a ser masa y la virtud se pierde entre la multitud. La muestra también explora el tema de la muerte como espectáculo en obras como El garrote vil (1894) de Ramón Casas, su reducción a lo anecdótico en Una desgracia (1890) de José Jiménez Aranda, y la futilidad del sacrificio proletario en ¡Aún dicen que el pescado es caro! (1894) de Joaquín Sorolla.

Embarque de emigrantes hacia América del Sur en el puerto de Barcelona, Frederic Ballell Maymí

A lo largo de la exposición, las transformaciones sociales reflejan a un hombre atónito ante su propio potencial, pero también abrumado y algo desorientado en un mundo que avanza más rápido que su propio entendimiento. Los artistas son capaces de captar esa expectación y asombro ante la novedad, pero también la incertidumbre y la perplejidad ante una sociedad que, en nombre del progreso, empieza a darle la espalda a la humanidad.

Por eso, estos pintores que ya frecuentaban los ambientes bohemios y se interesaban por la vida en los márgenes de la sociedad, comienzan a pintar escenas prostitutas, vagabundos y demás personajes reprobados por la sociedad. Es aquí donde la exposición pasa por las secciones de 'La prostitución' y 'Pobreza y marginazción étnica y social. Colonialismo'.

Los artistas captan el rebufo de miseria que el avance social deja tras de sí (Los desechados, 1908, José Gutiérrez Solana). Algunas de estas obras ya fueron censuradas en su tiempo por su carácter inmoral, como la que muestra Antonio Fillol en El sátiro (1906), donde una niña debe reconocer al hombre que ha abusado de ella; o la sensualidad prohibida y desafiante de las Vividoras del amor (1906), de Julio Romero de Torres.

Estudio de gitana, Isidre Nonell

También destacan en este aspecto las gitanas de Isidre Nonell donde, al contrario de lo que se empeñaban en hacer los orientalistas y románticos del XIX, el pintor catalán las pinta con vergüenza, despojándolas de los colores vivos y desmintiendo su predisposición a la alegría. En esta sección hasta Sorolla incluye un reverso tenebroso en sus paisajes valencianos con la austeridad apesadumbrada de Triste Herencia (1899).

Y ante la injusticia y la desigualdad, estos pintores también fueron los primeros en reflejar la enérgica respuesta de la nueva clase social a través de las huelgas y las reivindicaciones sociales que ejemplifica la obra de Vicente Cutanda Una huelga de obreros en Vizcaya, 1892.

Una huelga de obreros en Vizcaya, Vicente Cutanda

Una lucha obrera que terminaba, casi siempre, en tragedia familiar, tal y como muestran las diferentes versiones de La familia del anarquista el día de la ejecución (Chinarro, Benedito, Álvarez de Sotomayor). Y es que al final, lo único que queda es el regusto amargo de haber visto, una vez más, a David perder contra Goliat en El hijo de la revolución (Después de la refriega) de Antonio Fillol, obra que despide el recorrido.

La exposición es capaz de condensar el momento de transición social en el que la pintura quiso estar más cerca que nunca de las personas. Después de aquello, quizá horrorizada, quizá hastiada, terminó por despegarse de la condición humana en las posteriores vanguardias. La antesala de lo que Ortega y Gasset acabó bautizando como la deshumanización del arte.