Otros antes que él lo hicieron, y Pablo Iglesias también podría llegar a la revolución con votos, pero no los tiene. Iglesias tiene otra cosa. Iglesias tiene un pueblo mitológico y petrarquista, de serranillas y sabañones, como el de María Ostiz, que le llena los bolsillos de democracia como de alpiste. Iglesias tiene una clase obrera a la que va de visita, como a un museo del vestido, y que le otorga fuerza fabril a su flojera dialéctica. Iglesias tiene unos enemigos, el antipueblo, formado por señores del Monopoly y cerditos con monóculo. Iglesias tiene a gente que se cree todo esto incluso aunque no se lo crea a él, como el propio Hasél, que considera a Podemos una panda de burgueses, trotskistas y cagados. A pesar de todo, esta gente trabaja para el Príncipe del Pueblo: Hasél canta sobre clavarle un piolet en la cabeza a Bono y consigue una condena, pero Podemos consigue publicidad y unas llamas que su revolución no alcanza. Esto es todo lo que tiene Iglesias, que no sería mucho si no tuviera también, sobre todo, a Sánchez.
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