Hay españoles corruptos porque imitan a sus gobernantes? ¿O los gobernantes son corruptos por el hecho de ser españoles? El máximo mandatario de este país siempre lo ha tenido claro. En su réplica a Pablo Iglesias durante la moción de censura, Mariano Rajoy reiteró su convencimiento de que España no es un país corrupto. No era la primera vez que lo decía. Que haya algunas manzanas podridas en el saco no implica que el saco entero esté podrido. El problema es que algunas cifras, frías e inmisericordes, cuestionan las convicciones del presidente del Gobierno.

En un estudio recién publicado, el Consejo General de Economistas cifra en 168.000 millones el dinero que mueve la economía sumergida en España. Es decir, la actividad que se desarrolla a espaldas de Hacienda. Representa un 16% del PIB español y, si fuera declarada, aportaría 26.000 millones de euros al Fisco. Sería oxígeno puro para un Estado cuyo sistema de pensiones se cae a cachos, para una economía atosigada por la deuda y cuestionada por su déficit, para un país donde los hospitales tienen que mendigar máquinas por falta de presupuesto.

Los 26.000 millones que deja de ingresar Hacienda serían oxígeno puro para un Estado cuyo sistema de pensiones se cae a cachos

Los 26.000 millones que pasan de largo ante las arcas de Hacienda salen de la suma de millones de facturas con el IVA sin declarar. De los miles de empleos sin regularizar. De los muchos euros que se pagan al fontanero, al mecánico o al dentista que jamás sufrirán una retención fiscal. Hay millones de asalariados que pagan hasta el último céntimo de sus impuestos, y muchos miles de empresarios y autónomos que pasan con nota cada año el examen de Hacienda. Pero hay otros tantos que practican el trilerismo fiscal con dinero de verdad.

La frontera que separa el fraude de la corrupción está marcada por un muro poco elevado. No es tan difícil dar el salto. La elusión de impuestos o el engaño a la Seguridad Social pueden ser un paso previo. Y ambas prácticas están extendidas y asumidas por buena parte de la sociedad. La lista de trucos es tan amplia y conocida como la variedad de justificaciones. Uno defrauda porque no llega a fin de mes (uno de cada cinco españoles ingresa menos de 720 euros al mes). O por despecho hacia un sistema que deja resquicios legales para que paguen menos los que más tienen (multinacionales y grandes fortunas). O como venganza hacia el concejal, el consejero o el diputado que ha acabado imputado o entre rejas por manosear a su antojo el dinero público. O como corte de mangas, puro y rabioso, hacia quienes promulgan amnistías fiscales. Y hacia los que pueden pagarse abogados caros para que le salgan baratos –o gratis- los delitos.

La frontera que separa el fraude de la corrupción está marcada por un muro poco elevado, no es tan difícil dar el salto

Hay quien afirma que España es corrupta desde que el duque de Lerma hacía trapicheos, hace 400 años, con los suelos de Valladolid; desde que los antiguos terratenientes y los nuevos industriales descubrieron que los negocios se hacían mejor al calor del poder de reyes, ministros y dictadores. El origen, el big bang del mangoneo, siempre será una incógnita. Lo que sí es una certeza es que el gen de la corrupción se ha expandido en las últimas décadas, a medida que los juzgados se llenaban de políticos y banqueros imputados, condenados y hasta encarcelados. A medida que trepaban los números que miden el fraude y la economía sumergida.

La corrupción en mayor o menor escala, las trampas al Estado, están tan arraigadas que apenas sirven dos recetas para hacer que los gobernantes y los españoles sean un poco más legales: la acción de la Justicia, que debería ser absolutamente ejemplarizante e implacable; y una labor ingrata pero imprescindible de educación, para exterminar a golpe de información los genes del duque de Lerma. Educación para los futuros gobernantes y votantes, como la que ya imparten algunos colegios vascos, cuya asignatura de educación fiscal despierta burlas entre algunos padres.

En las clases, los profesores explican ejemplos reales, como el caso Noos, la lista Falciani y las triquiñuelas opacas de Cristiano Ronaldo. O las de Leo Messi, el futbolista condenado por fraude fiscal a quien muchos vitorearon el día que declaró en el juzgado. Quienes aplaudían también eran contribuyentes, beneficiarios de los servicios que se prestan gracias a los impuestos que deja de pagar Messi. Como la sanidad. O la educación financiera del País Vasco, orientada a evitar que los hijos sigan el ejemplo de muchos padres.