Digámoslo de entrada para que no haya confusiones: Ciudadanos está muerto. Podrá sobrevivir o aparentar que vive acurrucado en los puestos de gobierno en las comunidades autónomas y de los ayuntamientos en los que los pactos tras las elecciones de mayo les dieron la oportunidad, con el peso electoral que entonces tenía, de ocupar posiciones de poder.
Pero ese camino hacia la extinción se acabará dentro de tres años y medio cuando los nuevos comicios municipales y autonómicos repartan los escaños entre las fuerzas que en ese momento estén vivas, lo que no será el caso del partido naranja. Y es una verdadera lástima porque Ciudadanos era un partido necesario para la salud de la vida política española.
Pero Albert Rivera lo ha matado con sus propias manos entre el silencio culpable de sus palmeros que no se han atrevido a plantarse frente a su jefe para obligarle a rectificar lo que a todas luces era un camino que les llevaba al precipicio, como así ha sido finalmente.
La renuncia de Albert Rivera le dignifica personal y políticamente, sin duda, pero era obligada. Él ha sido el responsable de una estrategia llevada a cabo con una obcecación inexplicable según la cual se ha negado en primer lugar a pactar con Pedro Sánchez un gobierno que hubiera descansado en una amplia mayoría absoluta y que habría conducido al país por la senda de una gestión de centro izquierda, es decir, por la senda de la moderación.
Albert Rivera ha matado el partido con sus propias manos entre el silencio culpable de sus palmeros, que no se han atrevido a plantarse frente a su jefe
En esas circunstancias su partido habría tenido una presencia política e institucional indiscutible y él habría podido ocupar una vicepresidencia en ese gobierno que nunca existió. Es verdad que Pedro Sánchez nunca movió un dedo para procurarse un pacto así pero de eso ya hemos hablado muchas veces y ahora nos estamos ocupando de Ciudadanos, cuyo líder dijo una y mil veces que no acudiría al palacio de La Moncloa si era convocado porque no tenía "nada que hablar" con el presidente del Gobierno en funciones.
¿Tenía Albert Rivera quizá un plan distinto, por ejemplo de acercamiento al PP para tratar de ganar unas elecciones que se presentaban como inevitables por la sola y única voluntad de Pedro Sánchez? Pues no, señores, no lo tenía. Es más, también se negó en redondo a aceptar la propuesta de Pablo Casado de constituir el pacto denominado España Suma, que hubiera dado al centro derecha un importante puñado de votos más y también de escaños. Eso habría salvado además al partido de Rivera de la catástrofe electoral padecida este domingo porque se habría comprobado que Ciudadanos se dirigía a alguna parte y tenía un objetivo concreto, comprensible y asequible.
Pero ni a izquierda ni a derecha Albert Rivera quiso pactar. Y toda la cúpula, que quiso sobrevivir junto al empecinamiento del líder, decidió secundar esa deriva insensata. Los que se arriesgaron a contradecirle acabaron abandonando el barco no sin antes haber advertido del error que se estaba cometiendo. Con esas salidas de las filas del partido, Ciudadanos se empobreció en capital humano y en reserva de materia gris.
Pero lo sucedido en la jornada electoral remata definitivamente la orfandad intelectual y de cuadros del partido precisamente en el lugar donde la potencia política de una formación tiene su desarrollo pleno: el Congreso de los Diputados. Ni Villegas, ni Girauta, ni Gutiérrez, ni Hervías, ni Espejo, ni Rodríguez se volverán a sentar en el hemiciclo porque no han conseguido un escaño.
El panorama del partido se convierte, pues, en desértico. Apenas queda en pie Inés Arrimadas, sobre cuyos hombros algunos pretenden colgar la tarea titánica e imposible de hacer renacer al partido, devolverle la energía, insuflarle la ilusión e inocularle en vena unos objetivos políticos que agonizan al mismo tiempo en que adelgaza dramáticamente su capacidad económica. Pero Inés Arrimadas no puede por sí misma poner en pie a un moribundo y hacer que corra al ritmo que marcan las demás formaciones. Ésa es una pretensión inútil.
Si se ven obligados a abandonar su sede -un magnífico edificio que hablaba por sí solo de la potencia política y del brillante futuro de la formación y de sus ocupantes- esa será una señal de desahucio político, que es en lo que el partido está en estos momentos terribles, acentuados además por la renuncia ayer de su líder, que lo abandona todo: la jefatura de la formación, el escaño y la dedicación política.
No han sido los electores, como en el caso del CDS, quienes le han dado primero la espalda a esta formación sino su líder el que la ha llevado a rastras hasta lanzarla al pozo del fracaso
Este caso tiene ciertos ecos de lo que sucedió con el Centro Democrático y Social de Adolfo Suárez, el ex presidente de gobierno que había fundado ese partido porque, dijo, "sigo creyendo que la sociedad española necesita un partido de centro democrático, liberal y progresista". Palabras que habría podido suscribir Albert Rivera sin modificar una coma.
En mayo de 1991 el CDS, que había tenido una trayectoria discreta pero esperanzadora en elecciones anteriores, obtiene unos pésimos resultados en las autonómicas y municipales de ese año y Adolfo Suárez presenta su dimisión al frente de su partido. Aquél fue precisamente el final real de la formación política que hizo, sin embargo, un esfuerzo titánico para concurrir, ya sin su líder, a las generales de 1993 donde no obtuvo ningún escaño. A partir de aquel momento la vida del CDS discurrió por derroteros agónicos e irrelevantes para la vida política española y fue perdiendo a un ritmo constante sus ya escasas fuerzas hasta que en el año 2005, en un acto de homenaje a su fundador, el CDS formalizó su ingreso en el PP.
Éste fue el primer caso de desaparición de un partido con vocación de bisagra de ámbito nacional. En el caso de Ciudadanos no han sido los electores, como en el caso del CDS, quienes le han dado primero la espalda a esta formación sino su líder el que la ha llevado a rastras hasta lanzarla al pozo del fracaso.
El error de Rivera es especialmente grave porque este partido hubiera podido desempeñar un papel importantísimo y determinante en el panorama político español, ahora atomizado en una infinidad de pequeñas formaciones, la mayor parte de ellas de corte nacionalista o directamente independentista. Pero no disponemos desgraciadamente de ese partido bisagra de ámbito nacional capaz de pactar con uno u otro de los grandes partidos de gobierno y condicionar sus políticas esenciales para asegurarse la moderación y el acierto de sus decisiones pero al mismo tiempo reforzándolo y proporcionando así estabilidad a la gobernación del país.
El error de Rivera es especialmente grave porque este partido hubiera podido desempeñar un papel importantísimo y determinante en el panorama político español
Ese partido era Ciudadanos. Todos, o casi todos, lo veíamos y así lo dijimos una y otra vez. Pero Albert Rivera no lo quiso ver y no atendió ni siquiera a las advertencias de los suyos, gentes que habían contribuido a la creación de la formación naranja, gentes que se habían incorporado a ella proporcionándole prestigio y solidez intelectual, además de credibilidad política. Todo fue inútil.
Y ahora contemplamos los restos de lo que pudo ser y nos damos cuenta de que ante las ruinas no se pueden sino agrupar sus pavesas, pero que eso no sirve para volver a construir lo que se ha derruido. Ciudadanos no puede volver a ser lo que fue y mucho menos lo que pudo llegar a ser. Ha muerto a manos de uno de sus progenitores.
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