Pedro Sánchez y un poeta persa se miraron a sus ojos de dátil para dejarnos un discurso de unidad, sacrificio, miel, orfismo, leche de burra y saunas viriles. Así es: el presidente citó a un poeta persa medieval, engolado de un universalismo de minarete. Pedro Sánchez no puede hacer nada contra el virus, o no puede hacer más que lo que se hacía precisamente en la Edad Media, o sea encerrarnos y mandarnos a rezar con las manos apretadas igual que las nalgas. A cambio, sin embargo, Sánchez nos deja unas noches de seda y vino, de corazones de cojín o de cojines de corazones, inflamados de flecos y reventados de fruta; noches tintineantes de lacrimatorios dulces y épicos, como copones de la Mesa Redonda, con brindis por los muertos y por los héroes que él entona con su voz de caballero con rosa de plata. A Sánchez le falta aparecer con botafumeiro, que seguramente es lo más científico que el Gobierno puede ofrecer ahora.

El virus sigue ahí, en esos carritos de la compra como de Mad Max y en esos hospitales como iglesias bombardeadas; sigue ahí pero escuchando a Sánchez se diría que es algo inevitable o incluso ajeno. El virus sigue ahí y sólo lo están doblegando la propia muerte y el propio miedo, porque contra su expansión no tenemos equipos ni recursos ni estrategia ni cribados ni nada que parezca de este siglo. Sólo tenemos poesía medieval, de santo bajo una higuera o de bardo bajo un caño, y contención medieval, como si asediáramos un castillo con catapultas y paja. Rezamos y nos retiramos al huerto de Sánchez que es como del Decamerón, a que sus labios canten como crótalos y a que sus historias de corro nos diviertan, reconforten y duerman como chorritos morunos. Rezamos, dejamos a Sánchez aplaudirnos y aplaudirse, y lo que queda en el mundo son médicos o mozos de carretilla que apenas tienen tenazas y cuerdas y una mascarilla de pico de ave fabricada por un curtidor. 

A Sánchez le falta aparecer con botafumeiro, que seguramente es lo más científico que el Gobierno puede ofrecer ahora

El virus está fuera, en un mundo de huida y sobresalto, pero dentro está la familia en torno a la fogata de un perro canela y de una caja de ceras tirada y de una televisión grande y consagrada de luciérnagas celestiales como un altar mayor. Allí aparece Sánchez, más de una hora, para abrigarnos el alma, ya ablandada de galletas, con la misma mantita de lana de los abuelos que se nos mueren. Allí aparece Sánchez, para decir que somos muy valientes por aprovechar todo el fuagrás, que unidos somos más fuertes como si esto fuera rugby, y que lo que necesitamos contra el virus es unidad. Unidad, no test que lo aíslen, ni médicos sin agujeros en las batas, ni material que no se haya comprado en una tienda de artículos de broma, ni geles desinfectantes que no parezcan whisky de contrabando. No, mucho mejor la “unidad”, el “sacrificio”, la “resistencia” y la “moral de victoria”. Mejor aún si se unen en un haiku que Sánchez nos recita como con ese fondo musical de charca y zen de una flauta de bambú: “Sacrificio para resistir, resistencia para la victoria, y victoria para vivir”. Luego, creo que las flautas de bambú fueron entregadas a los hospitales, tras un par de semanas de periplo por China, Turquía, la UE y por ahí.

El virus está fuera y Sánchez aparece en su pecera, en nuestra pecera, a inventarse algo así como telenovelas para nosotros (él ya es una telenovela). “Nos ha cambiado la vida”. “Horas amargas”. “La victoria es posible”. “Los días más difíciles de nuestra vida”. “Honor y tributo”. “Nadie quedará atrás”. “La fuerza de una nación”. “Somos un solo cuerpo”. “El mundo no volverá a ser como ayer”. “No somos los mismos”. El virus sigue fuera, los muertos bajan como troncos por el río, sigue sin haber test ni material suficiente, la economía cruje como el propio fin del mundo, y Sánchez se pone a dar discursos de presidente marine en Independence Day, o de presidente sereno en el abismo de Morgan Freeman. Sánchez sonaba a Lina Morgan de sala de fiestas de tercera con eso de “no puedo estar más agradecido” y a Kennedy de gallofa con eso de “no pensar qué pueden hacer los demás por ti, sino qué puedo hacer yo por los demás”. La verdad es que él parece poder hacer poco, salvo echar sándalo sobre nuestras pantuflas y hacer sonar en nuestro saloncito cuencos tibetanos, vacíos, inútiles y orondos de trascendencia, como ese yoga falso de las señoras.

Sánchez nunca fue un estadista, sólo es un surfista que liga en la política de playa de nuestros españolitos de playa

Un presidente se mira cara a cara con un poeta y sale un filósofo con la cabeza llena de laberintos de unicornios o de positivismo de ortodoncista. “La ciencia no dispone de todo el conocimiento, pero el único conocimiento lo tiene la ciencia”. Sí, es cierto. La ciencia tiene el único conocimiento, y tiene test, y mascarillas, y respiradores, y sistemas de seguimiento y control epidémico con cribados y GPS e identificación por retina. La ciencia los tiene, pero nosotros no, y ahí es donde se le estropea a Sánchez la cita como de Stephen Hawking. Aunque hay objetivos más modestos que se han alcanzado: “Hoy los niños se lavan las manos mucho más”. Sí, acabamos de descubrir la importancia de la asepsia. O de los Lunnis. 

A pesar de todo hay esperanza, nos traía Sánchez una esperanza como radiofónica, como el Loco de la Colina en esos programas para camioneros y deprimidos insomnes y ceniceros llenos. Y hasta habló de “oportunidad histórica”, que es lo que suele traer, como se sabe, el fin del mundo. Después de esto saldremos más fuertes, más unidos y con las manos y los bolsillos más limpios. Sí, el coronavirus nos va a traer un “nuevo mundo”, nos decía, como el jefe de una secta de escopeta y sandalia.

Sánchez nunca fue un estadista, sólo es un surfista que liga en la política de playa de nuestros españolitos de playa. Pero, ah, si se junta con un poeta medieval persa es otra cosa. “Tendremos que devolverle la vida al mundo que nos espera al otro lado de las ventanas”. Sí, “a la primavera congelada por el azote del virus”. Y “cortar las ramas secas y retomar el rumbo donde lo dejamos”. Claro que sí, ¡oh, capitán, mi capitán! Es lo que pasa cuando un político se mira a los ojos con un poeta persa, muerto como un poeta muerto. El presidente, ahora, persigue al virus, y a nosotros, al grito de ¡carpe diem! y a varazos líricos de cerezo en flor.