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El día que la Iglesia declaró la guerra al cine

En 1913 el papa Pío X prohibió a los sacerdotes acudir a las salas para ver películas y la Iglesia tardó casi medio siglo en reconciliarse con el séptimo arte

A lo largo de la historia, el cristianismo ha encontrado en el arte un canal de transmisión y enseñanza para sus preceptos de fe. La representación artística de la religión ha sido capaz de sublimarse a través de la pintura, la escultura, la arquitectura o la literatura, creando algunos de los monumentos y patrimonios más importantes de la humanidad. Desde la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, hasta la Sagrada Familia de Gaudí, pasando por La Pietá de Bernini y sin olvidar la aportación literaria de plumas como la de Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz.

Cristianismo y arte han encontrado siempre una forma de unión que ha enriquecido a ambos, adaptándose a las diferentes formas de expresión en las que el ser humano ha sido capaz de hablar de sí mismo. En el último siglo, la religión católica ha sido capaz incluso de adaptarse al cine como medio de evangelización de masas, siendo uno de sus principales temas desde clásicos como Ben-Hur (William Wyler, 1959) o Los diez mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956), hasta algunas películas más recientes como La Pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004) o Silencio (Martin Scorsese, 2016).

Pero esto no fue siempre así, en sus inicios, el cristianismo mantuvo ciertas suspicacias con respecto al séptimo arte. En concreto, Pío X, papa número 257 de la Iglesia católica (1903 hasta su muerte en 1914), fue uno de los primeros que le declaró la guerra al celuloide y a sus proyecciones donde hombres y mujeres se reunían a oscuras.

Pío X es recordado por su fuerte oposición al modernismo teológico y por dirigir la primera codificación del derecho canónico de la historia de la Iglesia católica, publicada en 1917. El entonces pontífice, hoy santo, prohibió al clero en 1909 ir a las salas de cine, y en 1913 emplearlo para enseñanzas religiosas por su carácter pecaminoso.

Esta tendencia no se redujo únicamente a lo que dictaba el Vaticano, también las iglesias protestantes intuyeron algo maligno tras la gran pantalla. En el primer código de censura cinematográfica, dictado a primeros de siglo, la Iglesia anglicana prohibió el desnudo y la representación de Cristo en el cine.

Con el tiempo y la evidencia de su inmenso potencial para llegar a muchísima gente, algunos dentro de la Iglesia empezaron a ver en el nuevo invento la posibilidad de ampliar los rangos de la catequesis.

Fue el siguiente en usar el nombre del que lo prohibió, Pío XI, el primero en realizar un primer acercamiento a la industria cinematográfica. En 1936 escribió la carta encíclica Vigilanti cura, dirigida al episcopado norteamericano, sobre los medios de comunicación, la educación y las costumbres. Un texto que ha sido considerado la primera intervención relevante de un papa en torno a la relación entre la Iglesia y el cine. El pontífice llamó la atención sobre el poder del cine, y recalcó la popularidad y el impacto de este medio en los espectadores:

El cinematógrafo ha tomado en los últimos años un puesto de importancia universal. Conviene hacer notar cómo se cuentan por millones las personas que asisten diariamente a las representaciones cinematográficas; cómo se van abriendo siempre en mayor número las salas para tales espectáculos entre los pueblos civilizados y semicivilizados; cómo, finalmente, el cinematógrafo ha llegado a ser la forma de diversión más popular que se ofrece para los momentos de descanso, no solamente a los ricos, sino a todas las clases de la sociedad.

La reconciliación de la Iglesia con el cine

La Iglesia no podía evidenciar la relevancia que había alcanzado la revolución de la imagen en movimiento. Tardaron casi medio siglo, pero al fin entendieron que no podían quedar al margen. Fue Pío XII, en 1955, quien aceptó finalmente al cine como medio de apostolado, creando el concepto de film ideal: un instrumento de educación y mejora de las personas.

Pío XII continuó las ideas de la Vigilanti cura de su predecesor en dos discursos pronunciados en el 21 de junio y el 28 de octubre de 1955, dirigidos a los representantes del mundo cinematográfico sobre esta idea de la película ideal. Según los Discursos sobre el film ideal, el cine debía servir primordialmente a la verdad y al bien de la sociedad, y comparó las grandes películas con las mejores obras de arte de la historia.

Al año siguiente se estrenó Los diez mandamientos, una superproducción sin precedentes en Technicolor nominada a siete Oscars de los cuales acabó llevándose el de efectos especiales. A partir de ahí, multitud de películas han servido para relatar la vida de Jesucristo, pasajes de la Biblia o vidas de santos. Esta labor de evangelización del cine sirvió para que la Iglesia no se quedara atrás en la utilización del séptimo arte como la mejor forma de propaganda contemporánea.

Una relación históricamente polémica

A pesar de que finalmente se lograra alcanzar cierta reconciliación entre la Iglesia y el cine, su relación ha continuado manteniendo ciertas tiranteces. Una de las más recordadas fue la polémica surgida tras el estreno de la película basada en el libro de Dan Brown, El código Da Vinci (Ron Howard, 2006). Desde el Vaticano se llegó a pedir el boicot por considerarla blasfema y un ataque contra su fe. Pero también se encontró en una situación parecida La última tentación de Cristo (1988) de Scorsese, que llegó a ser prohibida en varios países por estas mismas razones.

En España fue muy sonado el caso de Camino (2008) de Javier Fresser, inspirada en la vida de Alexia González-Barros, una niña de 11 años criada en una familia del Opus Dei que se enfrenta al mismo tiempo a dos acontecimientos completamente nuevos para ella: enamorarse y morir. La oficina de información del Opus denunció la película como una "ficción cinematográfica que ofrece una visión distorsionada de la fe en Dios, de la vida cristiana y de la realidad del Opus Dei"​.

La historia Iglesia-cine empezó mal pero con la ineludible tarea de entenderse y dialogar para convivir. La tormentosa relación entre la Iglesia católica y el cine se puede constatar en numerosos momentos de su historia pero, como ocurrió con el resto de artes en las que se ha manifestado la religión, el resultado ha terminado siendo tan enriquecedor como constringente según la ocasión.

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