Si hacemos un viaje pensando que va a hacer sol pero el cielo ha decidido llevarle la contraria a la AEMET en el último momento, hay un plan por excelencia que siempre se acaba proponiendo: "¿Y si vamos a un museo?". Está interiorizado. Google tiene su propia etiqueta para buscarlos directamente y todos sabemos si tenemos descuento o no para poder entrar en ellos. Ya sean de pintura, escultura, arqueología, moda, arte antiguo o contemporáneo, se han convertido en un equipamiento imprescindible para cualquier ciudad.
Siempre hay un efecto mariposa que hace posible que las cosas ocurran o cedan el paso a algo diferente. En el caso de los museos, ese primer efecto que dura hasta la actualidad tiene su origen en el año 600 a.C.
Las musas, sus protectoras
Fue con el rey Nabucodonosor II en Babilonia, cuyo palacio agrupó los botines de guerra conseguidos hasta entonces bajo el nombre de Gabinete de maravillas de la humanidad. Pasaron todavía dos siglos hasta que Grecia puso nombre al primer lugar con esencia museística de la historia: mouseion, cuyo significado etimológico es templo de las musas, protectoras de las Artes y de las Ciencias. Ellas eran, por tanto, las perfectas guardianas de las obras de arte que se exponían en los patios y pórticos de los templos, accesibles a cualquier ciudadano.
Podría esperarse que los museos como los entendemos en la actualidad surgen gracias a la evolución de esos mouseion. Pero lo cierto es que su creación estuvo marcada por la evolución de la historia y por dos pensamientos antagónicos: enseñar o no enseñar.
La expansión del cristianismo durante la Alta Edad Media siguió el primer objetivo. La intención era utilizar el arte como herramienta pedagógica y moral para formar a los fieles. Así, los templos se correspondían con lo que podría denominarse "museo público" y los monasterios, con los archivos de conocimiento y cultura. Sin embargo, con las cruzadas y sus correspondientes saqueos, el valor de lo robado pasó a un plano más material y menos cultural. No había necesidad de mostrar, sino de atesorar.
El arte, coleccionar para enseñar
El humanismo renacentista recuperó en el siglo XV la idea altomedieval, menos posesiva y más divulgativa. Pero las cosas no surgen sin más. Lo normal es que haya alguien con el poder suficiente para hacer simplemente lo que quiere. En este caso fue el francés duque de Berry, considerado el "primer coleccionista moderno" al querer enseñar sus muchas colecciones con un fin histórico y documental.
A partir de ese momento la aristocracia cortesana (los Farnesio, Médici, Ludovici o Gonzaga), la Iglesia (papas Sixto IV y Julio II) y la burguesía culta comenzaron a reunir sus colecciones, guiados por el puro deleite de lo bello.
El gusto por el arte comenzó a extenderse más y más en figuras como los críticos de arte y los mecenas. Y si bien el concepto de galería artística (tanto de pintura como de escultura) había surgido en los palacios de Francia, tuvo un mayor impulso en Italia, donde nació el primer edificio pensado para albergar un museo: el Palazzo Uffizi de Florencia, diseñado por Giorgio Vasari en el siglo XVI.
Se crearon tres tipologías museísticas –el museo del arte, el museo de ciencias naturales y el museo arqueológico– así como las academias de Bellas Artes en el siglo XVIII para enseñar las colecciones artísticas de los alumnos. Ya en la época contemporánea, Estados Unidos se unió a ese gusto museístico con el fin de proporcionar a su país un patrimonio histórico del que carecía.
¿A quién podría no gustarle un museo?
Pero donde hay amantes, hay detractores, y los museos no fueron la excepción.
Entre los que vivían enamorados de los museos nos encontramos con filósofos como Hegel, Schlegel, Novalis o Kant, quienes los entendían como nuevos ámbitos del arte. El novelista Proust, por ejemplo, veía en ellos un lugar eterno que mantiene la idea del arte de manera constante en un mundo en permanente cambio. André Malraux veía en los museos la representación de "la más alta idea del hombre".
Con estas ideas, ¿a quién podría no gustarle un museo? Pese a lo que uno se pueda imaginar, no son aquellos a los que no les gusta lo artístico, sino a los que les gusta demasiado. Es el caso del filósofo Quatremère de Quincy, quien defendía que la belleza absoluta de las obras de arte se perdía en cuanto abandonaban su lugar de origen para compartir pared con otras diferentes. Una pérdida de singularidad que corroboraron otros filósofos como Nietzsche, Adorno, Burke o Valéry.
Cabe destacar que la organización didáctica con la que se diseñan los museos actualmente no es la misma que existía en su momento. No había una recepción donde solicitar por diez euros más una audioguía con todas las respuestas al Barroco, ni carteles con todos los datos básicos y profundos de cada pintura al lado de su marco. En su lugar, esos museos se asemejaban más a trasteros y puntos de reunión de personas con apego a lo material, que a cualquier institución actual: eran salas con multitud de obras dispuestas por el espacio, sin recursos didácticos de por medio. Eran considerados mausoleos y santuarios que nada tienen que ver con los lugares de estudio e investigación artística que son ahora.
"De todos es sabido que a los museos no se va a disfrutar, sino a decir que se ha ido", dice Pablo d'Ors en su libro El estupor y la maravilla. Y hoy, siglos y siglos después de que el rey Nabucodonosor II quisiese agrupar botines de guerra en su palacio de Babilonia, celebramos el día internacional de los museos, sea para disfrutar de ellos o solo para decir que hemos ido.
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