La envergadura del acuerdo por sorpresa del martes entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias va mucho más allá de un mero cálculo sobre los posibles componentes del futuro gobierno -si es que se acaba conformando-, sobre los problemas de convivencia entre dos partidos tan distintos actuando juntos dentro de la Administración del Estado, o sobre las posibilidades del presidente del Gobierno en funciones de sumar los votos necesarios para salir triunfante en la primera o en la segunda vuelta de la sesión de investidura.

Todo eso tiene mucho interés, sin duda, y son asuntos que habrá que ir solventando o aclarando según se vayan planteando en el día a día. Pero lo verdaderamente relevante, lo que es gravísimo es lo que significa ese acuerdo. Y ya se está vislumbrando la dimensión política de lo que Sánchez hizo hace dos días con la sola y única intención de tapar lo que era evidente hasta para él: que había fracasado estrepitosamente en su apuesta irresponsable al empujar al país a unas nuevas elecciones.

Sánchez ha fracasado en su apuesta irresponsable al empujar al país a unas nuevas elecciones

Porque no sólo no consiguió el apoyo masivo que acariciaba en sus sueños, sino que perdió más de 700.000 votos y tres escaños. Pero además dio pie a configurar el Congreso de los Diputados más atomizado de la historia de la democracia, con la presencia de innumerables grupos nacionalistas e independentistas. En definitiva, un desastre para todos.

Pero, no contento con eso, decidió dar un golpe de efecto anunciando un acuerdo de gobierno, sin base ni negociación alguna, y con la sola presentación de un lamentable folio y medio plagado de generalidades y poniendo al mismo nivel cuestiones de gestión del día a día, como el control de las casas de apuestas o el bienestar de los animales con cuestiones de Estado como la posición para abordar el desafío de los independentistas catalanes.

Al margen de que es una frivolidad y una ofensa a los españoles presentarse con semejante documento negociado en unas cuantas horas por, entre otros, su asesor personal -que ayer se jactaba en privado de haber sido el muñidor de ese acuerdo sustentado sobre la nada-, la foto del abrazo entre los dos políticos tiene un significado trascendental.

Se trata de que Sánchez ha elegido, por el puro interés egoísta y personalísimo de echar tierra sobre su fracaso, echarse en los brazos no sólo de la ultraizquierda sino de los nacionalistas y los independentistas catalanes y vascos. El camino que anteayer emprendió es ése y ningún otro. Los cálculos que él mismo se está haciendo y que se hacen en todos los medios de comunicación incluyen la posibilidad de que en la sesión de investidura se abstengan partidos como Junts per Catalunya, Bildu o ERC.

Este es el abanico con el que Pedro Sánchez se va a tener que manejar para acceder a la presidencia. Con un vicepresidente que ha defendido hasta el momento la autodeterminación, el derecho a decidir de los catalanes y la existencia de presos políticos en España, es decir, que ha estado secundando hasta anteayer la posiciones de los secesionistas y que, por lo visto, a partir de ahora va a secundar obedientemente, por ejemplo, el anuncio del presidente en el transcurso del único debate que admitió celebrar de que iba a proponer la re-inclusión en el Código Penal del delito de la celebración de referéndums ilegales. Veremos en qué queda al final ese compromiso.

Y eso, dejando a un lado la hemeroteca y la videoteca y no sacando a colación la interminable colección de declaraciones de Sánchez sobre los peligros objetivos que supondría la presencia de su ahora deseado y abrazado colega de pacto. Solo mencionar algunas, como que Pablo Iglesias representaba la extrema izquierda, que un acuerdo con Podemos habría desatado las alarmas en Bruselas, o la confesión más personal y también la más letal para las opciones políticas del partido morado: que ni él ni el 95% de los españoles no podrían dormir tranquilos con la gentes de Iglesias formando parte del Gobierno.

Una vez que ha optado por dar ese golpe de efecto ha elegido de paso la opción de gobierno y la dirección en que irremisiblemente se va a tener que mover. Pero resulta que esa coalición no suma mayoría en el Congreso que le garantice su investidura. Ahora también necesita que el partido secesionista ERC le aúpe con su abstención.

El precio de la investidura es que el presidente y los ministros se sienten en una mesa de negociación con los dirigentes independentistas

Y, naturalmente, alguien tan relevante hoy en ese partido como Pere Aragonés, se ha apresurado a poner precio, no a su apoyo a la presidencia de Sánchez, sino a su mera abstención. Y el precio es el siguiente: que el presidente y los ministros elegidos se sienten a una mesa de negociación con los dirigentes independentistas, en relación de igual a igual, con la presencia de un mediador, o relator, o el nombre que se quiera dar a quien desempeñe el papel de intermediación -ojo: mediación internacional- entre dos partes en conflicto con el fin de alcanzar un pacto. Eso sí, en esa mesa que Sánchez tendría que aceptar para merecer la abstención de ERC tendría que incluirse el reconocimiento del inexistente "derecho de autodeterminación" más la amnistía para los condenados por el Tribunal Supremo. Ahí queda eso.

Sin todas estas condiciones ERC ha dicho que no se abstiene, lo que significaría que Sánchez no llegaría a ser presidente. Vamos a ver hasta dónde está dispuesto el socialista a llegar para ablandar a los independentistas, que son ahora mismo muy conscientes de su posición en este tablero y que se sienten más fuertes de lo que lo está ahora el candidato. Y tienen razón porque la apuesta de Sánchez por el pacto con Podemos le ha depositado directamente ante las fauces del secesionismo.

Pero no sólo eso. Resulta que el escaño que ha perdido el PNV en favor del PP ha alterado los cálculos del PSOE para la investidura y ahora necesita que también se abstenga ¡nada menos que Bildu! A Otegi le ha faltado tiempo para enseñar sus cartas y exigir que Sánchez dé por finiquitado el que él llama "el régimen del 78" y se olvide de la Constitución española, dentro de cuyos límites en el lamentable folio y medio entregado ayer a la prensa como base del preacuerdo con Podemos, se comprometían ambos firmantes a abordar el diálogo, no con los independentistas catalanes, no, no: el diálogo "con Cataluña", dando por hecho así, de entrada, que lo que los secesionistas pretenden es el sentir mayoritario del pueblo catalán.

Otegi ha retado al presidente del Gobierno: si no se pliega a sus exigencias, "ahórrese la llamada"

Es más, el propio Otegi ha advertido que los independentistas catalanes y los bildutarras van a mantener una posición conjunta. Y en una actitud chulesca inadmisible, pero que es parte de su más puro estilo, ha retado al presidente del Gobierno: si no se pliega a estas exigencias "ahórrese la llamada". Las soluciones están fuera de la Constitución, ha dicho Otegi en una declaración muy clarificadora de sus pretensiones.

Es con estos mimbres con los que Pedro Sánchez pretende obtener los apoyos directos o indirectos para acceder a la presidencia del Gobierno. Estos van a ser necesariamente sus compañeros de viaje para gobernar España porque, diga lo que diga, sin sus votos o sin su abstención él no vuelve a La Moncloa.

Pero lo verdaderamente trágico del asunto es que ha sido él el que ha elegido esta vía para ser investido, ha sido él el que, queriendo tapar como fuera la evidencia del gigantesco fracaso de su estrategia, se ha echado en los brazos del líder de Podemos para dar un golpe de efecto que disolviera en las dosis necesarias del espectáculo su dolorosa realidad.

El problema gravísimo para nuestro país es que ese movimiento condiciona inexorablemente la vía que el presidente se verá obligado a recorrer para procurar acumular los votos que necesita. Y en esa vía los partidos que quieren romper España se colocan en una posición de fortaleza ante un presidente necesitado de sus apoyos o de su abstención. Es decir, ante un presidente débil.

En definitiva, que ese abrazo de Pedro Sánchez con Pablo Iglesias tiene la siguiente consecuencia: le deja, deja al país, nos deja a todos, a merced del secesionismo. El error no ha podido ser más gigantesco.