Acaba de venir Aznar a cobrarme la luz, que la verdad es que él siempre pareció un cobrador de la luz. Ahí estaba, en mi puerta, con su bigote de frenazo, con su libreta de ditero antiguo, gruesa y sucia como una biblia de albañil, como un Quijote barato de maestroescuela. “La luz, mire usted”. Y me ha dado la factura, que parecía la factura de una corsetería o de una boda medieval, entre el lujo, el vicio y la arqueología, con sus letras antiguas de antigua compañía minera o de ferrocarriles o de camisería de cinco generaciones. A mí me pareció raro, porque ya no hay cobradores de la luz. Pero la ministra María Jesús Montero había dicho que todo esto era por Aznar, y efectivamente allí estaba, exigiéndome la factura récord, con autoridad y premura, como un revisor. “Mucha ola de calor, pero mire usted cómo tiene la casa, que parece una discoteca”. Pagué y Aznar se fue haciendo por los descansillos su ruido de monedas como un guardia de prisiones hace su ruido de porra y barrotes.

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