Puigdemont no se hizo mucho más el interesante, ni el duro, ni el galán ajado, como el galán español exigente y putrefacto. Era una tontería ponerle la cosa más suspense, drama, mármol o cera, teniéndolo ya todo. Sí, porque Puigdemont se lo ha llevado todo, a cambio, solamente, de dejarle a Sánchez las llaves de la casita de la piscina, que apenas eso es ya la presidencia del Gobierno y todo el Estado. Sólo esas llaves, quizá con dos dados de peluche colgando, como corresponde a un hortera de piscina, y Puigdemont se lleva la amnistía, el relato, el relator, los impuestos, el referéndum, el reconocimiento y hasta unas comisiones políticas, una suerte de supertacañones, que decidirán qué es o no lawfare, o sea qué delito, juicio o jueces van a merecer la ausencia, el cachondeo, la censura o incluso el castigo de los indepes y sus colegas. Aparte de la locura que supone todo esto, uno lo que se pregunta es cómo se puede tardar tanto en cederlo todo. Quizá Sánchez ha estado todo el tiempo esperando a que Puigdemont acabara de disfrutar de este humillante estriptis del Estado, allí en su habitación roja, con grilletes de peluche como los dados del llavero.

Sánchez se queda con ese como pisito de querida que le ofrecían desde
el principio, su presidencia entre visones, tules y teléfonos blancos de bañera, y
Puigdemont se queda, igualmente, con lo que quería desde el principio, que es
todo, al menos todo lo inmediatamente accesible, que luego ya se desplegará o
escalará. Esto es importante, porque el documento va más allá de la amnistía,
de la pela, del morbo y de la boba quedada para tomar un café y hablar más
adelante. Hay por ahí almas de cántaro o de níquel que pretenden colarnos
que el breve y denso documento, que va desde la época de los reyes con
peluca al regreso como en alfombra mágica de las empresas que se fueron por
el procés, al fin y al cabo sólo recoge las posturas maximalistas de Puigdemont
como punto de partida de una negociación. Pero en realidad nunca ha habido
negociación, ni puede haberla, porque Sánchez no tiene nada con qué
negociar. Sánchez está rendido desde el comienzo, y los tiempos son los de
Puigdemont, como los tiempos que se toma para disfrutar del estriptis o del
coñac.

El acuerdo no es un compromiso difuso para el reencuentro, el diálogo,
ni nada de eso que nos dicen entre efluvios de canela y literatura de etiqueta
de aromaterapia. El acuerdo es una firme hoja de ruta que ha diseñado
Puigdemont, entre la estrategia y el posibilismo, para llegar a la independencia,
una independencia además subvencionada por Sánchez, que es a la vez
querida y pagafantas. Se reconoce el conflicto, se internacionaliza, se le
concede a la nación catalana su sitio y su representatividad en Europa, se
busca un referéndum legal pero no vinculante para conseguir la legitimidad de
la causa, se invoca la singularidad del asunto y se recuerda su raíz
“democrática”, y ya tenemos a Europa, a la ONU, a los editorialistas esnobs y
wokes, y a los pescadores de nobeles lacrimosos hablando de un plan
internacional para la paz y la independencia en Cataluña. Más o menos lo que
yo venía diciendo desde aquella noche electoral que fue como una bella e
inesperada noche de tormenta en el castillo de Frankenstein.

La verdad es que con la amnistía no sólo se persigue eludir la fría trena
y dejar por fin las melancolías tirolesas para sustituirlas por la fantasía gloriosa, artúrica o sólo escolar del regreso del héroe. La amnistía es aún más útil para esa invocación de singularidad que decía yo, para esa demostración por la cruda vía de los hechos de que el conflicto hace imprescindible la superación del marco de la ley, esa ley antigua, estrecha, obtusa, cegata de tanto monóculo, que se ve desbordada por la voluntad democrática, salvaje y
purísima del pueblo. Una vez normalizado que se puede llegar más allá de la
ley, que incluso ir más allá de la ley es una manera de actualizar,
descontaminar y “democratizar” el espíritu de la propia ley (algo así veo ya
escribir a algún ponente del TC), el precedente ya está creado. Si se pueden
ignorar o superar el Estado de derecho y la Constitución para la amnistía, para
el olvido de delitos, con más razón y hasta con más alarde se pueden ignorar o
superar para la independencia, o sea para la libertad. Es lo que más sentido
tendría, atendiendo al pasado, al presente y al ritual de todo lo que está
pasando. Y, como ven, esto no se parece mucho a quedar otra vez en un hotel
de cuernos para hablar melancólicamente de lo mismo.

"Si se pueden ignorar o superar el Estado de derecho y la Constitución para la amnistía hasta con más alarde se pueden ignorar o superar para la independencia"

Este acuerdo no va de prometerse una cita frente a un carrito de postres
mientras se consuelan los inconsolables, se apaciguan los belicosos y se
contentan los insaciables. Este acuerdo es un preciso plano del futuro en el que
Sánchez, ya digo, no pinta nada porque no tiene ninguna fuerza en la
negociación. Ya se ha visto que sólo puede ceder y es lo que seguirá haciendo,
que Puigdemont lo echa de la casa de la piscina cuando quiera, apenas no le
guste la lencería que le enseñe Sánchez o el juez que tenga que ponerse
lencería para él. El acuerdo, pues, hay que leerlo como desenrollado en el
tiempo igual que en una mesa de mapas. Y el rumbo no puede estar más claro,
que el independentismo no va a renunciar a sus objetivos cuando más fácil lo
tiene todo. Quién quiere concordia y reconciliación pudiendo tener su sueño. O
sea, que el procés empieza de nuevo, y mejor.

Puigdemont se lo lleva todo a cambio de que Sánchez siga con el
flotador de patito en la Moncloa, que le ha salido una ganga al mesías de
Waterloo con este hortera con alerones que tenemos de presidente. Lo peor no
es que se llegue a la independencia, que no es la unidad geográfica ni
geométrica de España lo más importante, sino que la táctica de Puigdemont y
la necesidad de Sánchez han desembocado en la abolición del Estado de
derecho. Sí, el Estado de derecho ha sido abolido en favor de la ley privada,
como en el Antiguo Régimen con sus reyes y nobles, y eso no sé si merece el
duro nombre de dictadura pero desde luego no merece el santo nombre de
democracia. Una vez establecido el precedente, todo es posible. Y esto quizá
tiene menos que ver con el viejo procés de Puigdemont que con un nuevo
procés de Sánchez.