Y ahí estaba Savater, provocando al Carnicero de Mondragón. Ahí estaba el asesino con anillas y barba montañesa, como un pirata o un ballenero vestido con la piel y la grasa de sus asesinatos, y allí en frente, el profesor, Savater, con sus gafas todavía rosas, o yo las recuerdo rosas, de hace muchos años, cuando parecía un Warhol español de la filosofía. Aquí no se hacía filosofía desde Ortega (bueno, desde Zubiri), y de repente llegaba un filósofo con sus gafas rosas de peluquero o cocinero de vanguardia, de artista eléctrico, de doctora Ochoa, a hacer cosas que no se hacían en España, hablar de cosas peligrosas o extranjeras, de filosofía y ética como de sexo, en vez de hablar del vecino y del Interviú y del delantero centro.

Savater venía provocando desde el principio, y no ha dejado de hacerlo. Como para que no se cabree el Carnicero de Mondragón, ungido de sangre como un vikingo, con el águila de sangre que hacían los vikingos igual que un pájaro bordado en la chupa. 17 personas asesinadas por él, cuya sombra lleva aún colgando como pellejos de conejo en la cara. Y el profesor con sus gafas rosas que ya no son rosas, el telescopio de culo de vaso por el que ven los filósofos el mundo, siempre un poco empañado, como las gafas del adolescente ante la vida y la carne. Savater con su papel temblando como una tacita de té, hablando de ciudadanía, ética, libertad, ante las mismas fuentes de sangre y odio en las que se purifican y se ahogan las tribus cuchilleras que todavía quedan en España. Allí, provocando.

Si hay algo funesto en eso que llaman el Régimen del 78 es que aún son posibles esas islas sin Estado y sin Derecho

Son Savater o una víctima de ETA, con hojas de cuaderno o relicarios en las manos, los que provocan. Son un asesino, todo el pueblo del asesino como si fuera la larga familia cíngara del asesino, los ofendidos, los insultados, los que se tienen que “defender” del “agravio” (así titularon Efe y la web de RTVE). La altura ética de esta propuesta, o sea, darle la vuelta a la moral como a las gafas del filósofo o al telescopio de la realidad, nos da la visión de España y de la democracia que tienen todavía algunos. La culpa del que va provocando con la pantorrilla en otoño, o con las gafas que le pueden acabar partiendo, como diría Umbral, los macarrillas.

Si hay algo funesto en eso que llaman el Régimen del 78 no es lo que dicen los posmarxistas de Podemos o los separatistas arios, esa caricatura de la monarquía como un franquismo merengado o de los poderes del dinero jugando al parchís con el país. No, lo funesto es que aún son posibles esas islas sin Estado y sin Derecho, donde las libertades del ciudadano y las garantías constitucionales aún tienen que pasar por tribunales de las aguas, de decoros ideológicos aldeanos de garrote y ventanuco. Provocar, en Alsasua o en Cataluña, como dirían en la Alabama donde Kennedy tuvo que mandar a la Guardia Nacional para proteger a los estudiantes negros.

Claro que hay que ir a provocar, por supuesto. Es justo lo que hay que hacer

El PSOE, que ahora mismo no es el gran apaciguador, sino el gran enturbiador de la ética y la libertad (por interés, no por intrínseca o caricaturesca maldad) ha criticado mucho el acto de Alsasua. Lo ha hecho, didácticamente, con unos criterios comodones y burgueses de oportunidad y pragmatismo. Al final, son más puritanos que cobardes. Eso de que no hay que provocar, que no hay que señalarse, que no hay que buscarse líos (que no hay que meterse en política, les ha faltado), es una cosa de madre de antes, que a lo mejor es lo que es Margarita Robles, muy señora de pensión.

“Todo el mundo sabía a lo que iba”, ha dicho Robles, por Rivera parece, como si hubiera ido a buscar pelea contra unos moteros. Grande-Marlaska, por su parte, ha hablado del “contexto”, casi de los modales: “Hay que tener cuidado en el contexto y en cómo defendemos realmente nuestras creencias, pensamientos e ideología”. Un ministro de Interior, ya ven, relativizando el orden público, los derechos individuales, condicionándolos a la climatología ideológica del pueblo o a la decisión de ancianos ante una hoguera de trapos, con un cura carlistón tocando la campana del auto de fe.

Así hemos ido enfermando, hasta tener estas llagas en España, llagas de encamamiento y roña, por las que supura nuestra democracia, y ante las que no es que el Estado no pueda hacer nada, sino que decide (¿se puede “decidir” abolir el Estado a conveniencia?) no hacer nada. Claro que hay que ir a provocar, por supuesto. Es justo lo que hay que hacer. En ese “contexto” que decía Marlaska, el de un lugar donde el Estado y el Derecho son una excepción, donde la moral pública es la de los asesinos, provocar significa únicamente mostrar, enseñar y dar ejemplo. Algo que no parece entender tampoco Casado, sin embargo. Enseñar que existen estas excepciones, estas aberraciones y esta cobardía. Enseñar quién las defiende, tolera o acuna. Y demostrar que se puede y se debe luchar contra ellas, poniendo, si hace falta, unas gafas rosas por delante para que te las partan.