La banda sonora que más le pega a Roger Federer es una música clásica celestial. Con el suizo flotando sobre la pista, con esa elegancia tan natural y esa perfección, ese saber ganar y saber perder, siempre un buen gesto, siempre una sonrisa.
Cuesta ver a Federer enfadado. Cuesta hasta imaginárselo. Es todo un gentleman dentro y fuera de la pista. Con 40 años recién cumplidos y más de 100 títulos a sus espaldas, el suizo es y será siempre uno de los mejores tenistas de la historia. Da igual que Rafael Nadal o Novak Djokovic le superen algún día en número de Grand Slam, porque Federer tiene un magnetismo y un aura que hará que muchísimos aficionados le vean siempre como el más grande.
Sin embargo, hubo un tiempo en el que no todo eran sonrisas, chaquetas de punto impolutas y autógrafos. Federer fue un joven rebelde. Al que no le gustaba estudiar ni entrenar, que no sabía perder, que rompía raquetas. Con heavy metal a todo volumen en sus auriculares, el pelo teñido de amarillo y la casa hecha una leonera. "El suizo no es tan caballero como lo hacen parecer quienes venden su imagen", escribe el periodista Christopher Clarey en el libro 'Master' (Ed. Geoplaneta), una nueva biografía del campeón del Basilea en el que cuenta con todo lujo de detalles esa juventud tan poco conocida del campeón helvético.
"El camino de Federer, desde el adolescente temperamental de pelo rubio y dudoso estilo hasta uno de los grandes deportistas más elegantes y aplomados del mundo, ha sido un acto de voluntad a largo plazo, no cosa del destino", añade Clarey, que lleva décadas viajando por el mundo y cubriendo el circuito de tenis.
"Yo era un perdedor horrible"
Nacido en Basilea el 8 de agosto de 1981, Federer destacó desde bien pequeño con la pelota, la de fútbol y la de tenis. Finalmente se decantó por la raqueta y empezó a mostrar una superioridad insultante frente a los chicos de su edad. Esa fue precisamente la razón de los alborotos mentales que le llevaban hacia el lado oscuro. Se sentía tan superior que no podía digerir la derrota.
Tenía unos andares un poco como John Travolta en 'Fiebre del sábado noche'"
Darren cahill, entrenador de tenis
"Yo era un perdedor horrible", sostiene el propio tenista en el libro, donde se cuenta que, siendo todavía un crío, había veces que lloraba diez, veinte, treinta minutos después de alguna derrota. "Yo sabía de lo que era capaz y cometer errores me volvía loco. Había dos voces en mi interior, el ángel y el demonio, supongo, y uno no podía creer lo estúpido que era el otro. '¿Cómo has podido fallar eso?', decía uno. Y entonces yo estallaba. Mi padre se avergonzaba tanto que me gritaba para que me callara. Y después, de vuelta a casa en coche, era capaz de conducir durante una hora y media sin media palabra".
Viendo el potencial que tenía, Federer dejó los estudios con 16 años para centrarse en el tenis. "El colegio no me gustaba mucho. Mis padres tenían que estar siempre encima de mí", recuerda. Nunca había sido un alumno muy serio, le gustaba trasnochar y era poco amigo de madrugar. Además, estaba algo enganchado a la playstation. "Si lo hubiesen anailzado, quizá a Federer le habrían diagnosticado de adolescente algún déficit de atención", escribe el autor del libro.
"Un niño mimado"
Clarey entrevistó a prácticamente todos los entrenadores que tuvo Federer desde que era un niño y a muchas otras personas que coincidieron con el maestro suizo. Y todos coinciden en esa juventud volcánica. "Era perezoso", resume el técnico Peter Lundgren, que echó a Federer de su primer entrenamiento juntos.
"Roger era frágil emocionalmente. No era capaz de aceptar la derrota y entrenando era mediocre", resalta Paul Dorochenko, que fue su preparador físico y fisioterapeute. "A veces tenía que ir a buscarle para hacer ejercicio, porque se le olvidaba ir. Era un tormento y su piso estaba hecho un desastre".
La ex tenista suiza Magdalena Maleeva compartió pista en varias ocasiones con el Federer de 15 y 16 años. "Era un chaval pequeño y daba la sensación de que se cabreaba mucho. Lanzaba la raqueta un montón. Parecía un poco niño mimado, porque se enfadaba muy a menudo".
Darren Cahill, entrenador de varios números uno como Andre Agassi, Lleyton o Simona Halep, le conoció también a mediados de los 90. "En aquella época, Roger Federer tenía unos andares un poco como John Travolta en Fiebre del sábado noche cuando se movía por la pista. En plan 'eh, tío, soy el amo de esta pista y aquí es donde quiero estar'".
Un piscólogo para digerir las derrotas
La situación empezaba a preocupar tanto que su círculo cercano decidió en 1997 contratar a un psicólogo, Christian Marcolli, que le ayudara a digerir la frustración en la derrota. Un año después ganó la Orange Bowl, el torneo juvenil más prestigioso del mundo, y entró en el circuito profesional.
Sin embargo, los exabruptos en la pista continuaron un tiempo. De aquella época hay buenas muestras en YouTube de los cabreos que se agarraba el joven Federer. Y algunas anécdotas también de escapadas nocturnas. "Salía de fiesta y le gustaba la cerveza. Recuerdo el Wimbledon 2000, con Federer borracho como una cuba en un bar de la zona. Era un borracho feliz, sin duda", rememora John Skelly, un entrenador del circuito de aquella época.
"El que trabajó la cabeza merece el Premio Nobel"
El momento que posiblemente lo cambió todo fue en 2001, en la primera ronda de Hamburgo. Federer ya estaba instalado en el "top 20", pero sus enfados seguían apareciendo de vez en cuando. En Hamburgo, rompió una raqueta del enfado en la derrota ante el argentino Franco Squillari y se prometió que ya no más. Era el momento de cerrar la boca.
"Aquel fue un momento decisivo en mi carrera", recuerda dos décadas después en el libro. "Al cabo de un tiempo, empezó a ser incómodo verme de aquella manera en televisión. Da muy mala imagen . Me dije a mí mismo: 'Esto es de idiotas. Compórtate un poco'".
El tiempo pulió a uno de los mejores tenistas de todos los tiempos a un deportista que encarna todos los valores positivos del deporte. Tiempo le costó. "El trabajo que hizo la gente de su entorno, sobre todo quien trabajó la cabeza de Federer, merece el Premio Nobel", dijo el argentino Guillermo Coria en el programa radiofónico Cambio de Lado en 2019. "Estaba loco. Escuchaba música heavy a todo volumen con los auriculares. Llevaba el pelo teñido de rubio. Era todo un personaje. Nada que ver con la persona en la que se ha convertido".
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