Es de todos sabido, y de la sabiduría popular hablo, que los bares son lugares de encuentro, de búsqueda de compañía, de espacio donde ahogar penas y tristezas, y también festejar y celebrar acontecimientos especiales, donde uno puede sincerarse con un parroquiano al que no le tenemos confianza, contándole detalles personales e íntimos, más que a alguien conocido al que nunca le diríamos nada. Que las palabras que allí se dicen, se escuchan, y que los silencios también hablan. Un bar es una reserva espiritual de índole familiar y de la ciudadanía. 

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Lo normal, por otro lado, es que los camareros o el dueño de la tasca en cuestión observen y callen, aun conociendo secretos a voces que jamás desvelaría. 

En Los yugoslavos, Juan Mayorga pone en el foco de mira precisamente a ese propietario del bar, en la situación de pedirle a un desconocido que le ayude en su caída en picado con su mujer, que ya no habla, aunque sí escucha, de momento. Que le ayude a recuperarla a como era antes.  Y, a partir de ahí, se abre un cuestionamiento sobre la comunicación, la soledad, la búsqueda, las pérdidas, las palabras tan necesarias y los silencios tan explícitos, los lugares que ya desaparecieron, los temores, las supersticiones, las conductas cotidianas del vivir cada día, el conocimiento de cada uno, el interés por ayudar a los otros, la sinceridad, la desorientación y la sensación de estar viviendo en un espacio que no nos corresponde. 

Un lugar que ya no existe

Los yugoslavos es un lugar engañoso. Un sitio que ya nadie sabe dónde está, que llenó de vidas un tiempo pasado, que ya no figura en ningún mapa, pero del que debe quedar algún rastro o vestigios que den cuenta a respuestas de preguntas que nunca se formularon. 

Un bar, una casa, la calle, una ciudad donde cada uno va a lo suyo, pero donde se necesita de los otros. Amarrados a los sentimientos, al pasado y los recuerdos, sosteniendo una realidad que se desborda en soledades. 

Javier Gutiérrez, Luis Bermejo, Natalia Hernández y Alba Planas, hundiéndose en la errante búsqueda de sí mismos. Muestran las cicatrices de sus heridas en la frialdad emocional que los asedia y, sin embargo, sus interpretaciones son notabilísimas, como nos tienen acostumbrados. Magnífica puesta en escena por parte del propio Juan Mayorga, hablándonos de las propias palabras, como vehículo salvador, pero siempre recién nacidas, balbucientes, a veces, sin saber expresarse plenamente. 

Desenterrando pasados, temores, analizando las oquedades de las relaciones personales, rescatando esos objetos perdidos u olvidados que nos ayuden a salir del individualismo. Juan Mayorga nos quiere hacer volver a los sueños, a la observación de las costumbres en el desconsuelo de la lejanía. Y nos lo transmite como una trama dramática de intriga y expectación, creando misterio y muchas dudas. Los yugoslavos es un lugar que ya no existe, un Godot que no vendrá nunca, un pasado del que se nos han borrado los detalles y las huellas. 

Seguiremos necesitando, más que un plano o un mapa, ese sitio en el que nos reconforta observar que no todas las desgracias nos pasan solo a nosotros y que todos tenemos nuestras propias historias que contar. Otra cuestión es que nos escuchen. 


Los yugoslavos, de Juan Mayorga, hasta el 6 de julio en el Teatro de La Abadía y en gira por España después del verano (Valencia, 26 y 27 de septiembre, Talavera de la Reina, 5 de octubre, Bilbao, 31-2 de noviembre, Basauri, 15 de noviembre, entre otras ciudades)

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